miércoles, 21 de febrero de 2007

Unplugged.

Lo van a hacer, nomás.
Ya ni siquiera se cuidan de hablarlo delante mío, aunque eso se los agradezco. Por lo menos me voy enterando de las cosas sin necesidad de andar adivinando.
No quisiera que pase, pero creo que no tengo opción. Hace ya veinte años que estoy así. Hasta donde sé, me bancaron bastante. Pero ahora parece que se terminó, me van a desconectar.Recién la escuché a mi vieja llorar desconsoladamente. Sin escándalo. Con el dolor agudo de quien se acaba de enterar que le aniquilaron la esperanza. ¡Pobre vieja! En estos veinte años ella y el viejo fueron los únicos que siguieron viéndome todos los días. Creo que me visita más ahora que cuando me casé. ¡Pobrecita! Aunque yo no puedo verla, la siento más viejita. El tiempo, pero sobre todo el dolor, dejan huellas imborrables en las personas. Todos los días repite una rutina inquebrantable: me acomoda los pelos, me moja la cara, se sienta a mi lado, toma mi mano y me pone al tanto de todas las novedades. Recuerdo que el médico que me atendió los primeros meses le dijo que era muy importante que me hablaran, porque eso me podía hacer reaccionar. En momentos de desesperación, uno tiende a creer en cosas que nunca hubiera tenido en cuenta. Y ella se aferró a esta rutina. A veces me toma la mano con tanta fuerza que me hace doler. Pero mi cuerpo ni siquiera expresa el dolor. Permanece inherte en la cama, conectado a estos aparatos que pronto ya no estarán. Ella pretende alegrarme el día cada mañana, y lo logra. ¡Ay, si pudiera decírselo! ¡Si pudiera hacérselo sentir, para mitigar su dolor! Pero ella es fuerte e intenta simular una renovada esperanza cada día, aunque sepa que la llamita se va extinguiendo un poco cada vez. Aunque ahora vinieron y se la apagaron de un soplido.
Y mi viejo supongo que la apuntala. Siempre se complementaron bien. La vieja se la da de todopoderosa, pero sabe que siempre lo tiene a él atrás. Y él debe cargar con la responsabilidad de no flaquear, por la vieja, y para no caerse. Él también tiene una rutina. Me frota los brazos, me da un beso en la frente y se sienta a mi lado. Cuando se queda solo lo escucho llorar en silencio, un silencio que sólo se interrumpe cuando su nariz se tapa y saca su pañuelo. Ese olor, el olor del pañuelo que él perfuma aún hoy, me llega como una brisa de felicidad, desde el pasado. Cuando era chico y me ponía a llorar, él me secaba las lágrimas con su pañuelo perfumado. Esos olores persisten en mi mente, son recuerdos vivos.
Mucho no me habla. Me cuenta cosas aisladas, casi nunca de él o de la vieja. Los domingos se instala a mi lado y pone la radio para que escuchemos juntos el partido. Eso me hace bien. Y supongo que a él también, porque después de los partidos lo escucho más vivaz, como si hubiera podido compartir en serio ese tiempo conmigo. Durante el relato, protesta, se queja, maldice al técnico por los cambios o a los jugadores: lo vive auténticamente, y creo que por eso se siente más aliviado. Los demás días parecen pesarle demasiado. No porque sienta la obligación de venir, sino porque siente la desilusión de saber que nada cambió. ¿Quién puede perder la esperanza de que tu hijo mejore mientras está vivo? Aunque la frustración te de un golpe demoledor día tras día, durante veinte años, nada es más fuerte que el amor hacia un hijo.
Mi mujer hace mucho que no viene. ¡Báh! Yo digo mi mujer, pero en realidad ya no debe serlo. Cuando me accidenté ella tenía 34 años. No sería justo de mi parte pedirle fidelidad. Bastante difícil debe haber sido criar a los chicos sola, coexistiendo con un cadáver a medias, viviendo como viuda sin serlo. Los primeros años venía todos los días a verme. Me suplicaba que no la deje. Podía sentir cómo sufría. Traía a los nenes y les contaba anécdotas mías con ellos, y ellos reían y preguntaban cosas. Después empezó a venir más espaciado. Me dijo que no podía venir todos los días, porque en realidad salía destrozada del sanatorio. Y yo la entiendo. Nunca faltó a mi cumpleaños, y los primeros años también venía visitarme en los aniversarios de casado. ¡Qué se yo! Era un gesto, una forma de hacerme sentir que seguía teniéndome presente. Mi vieja evita contarme cosas de ella, aunque sé que se siguen hablando. Ahora debe hacer cuatro o cinco años que no viene. Extraño su voz, pero no tengo nada que reprocharle.
A Lucas, el más grande de mis tres hijos, lo sigo viendo. No viene todos los días, pero sí casi todas las semanas. Ya debe tener treinta años. Hace unos meses se casó y me presentó a su mujer. Él estaba muy emocionado, pero creo que ella debía estar muy impresionada: sólo atinó a tocarme la mano con la suya, temblorosa y húmeda y por supuesto no supo qué decir.
Lucas fue contándome todo su noviazgo en sus visitas. Fue contándome toda su vida y la de sus hermanos. ¡Se lo agradezco tanto! Siempre me dice que no sabe si está muy enojado conmigo por estar así, o muy contento por "resistir". No tiene muy en claro si hubiera preferido que me muera y listo. Piensa que tal vez, esta relación le permitió casi casi conversar con su padre. Su sinceridad me conmueve y me llena de orgullo.
De mis otros dos hijos tengo menos visitas, menos afinidad. Mariela tenía cinco años cuando comenzó esto. Ya es una mujer (seguramente preciosa) y está viviendo con un chico que conoció en su trabajo. Los recuerdos que tiene de mí, por lo que me cuenta Lucas, son las imágenes que quedaron filmadas y poco más. A Cecilia, mi hija más pequeña, le fue peor aún: me perdió con tan sólo un año de vida. Tiene en su cabeza la compleja idea de que su padre es eso que está en el sanatorio rodeado de aparatos que lo ayudan a no ser.
Durante estos largos años, muchas veces fantaseé y reflexioné si este momento llegaría algún día. Pensaba que de los caminos posibles -la recuperación o el final-, éste último era el que más posibilidades tenía. Sin embargo, el tiempo fue pasando, y la costumbre dejó paso a otros pensamientos. Entre esos pensamientos, siempre me pregunté cómo hubiera reaccionado yo si algunos de mis amigos estuvieran en esta situación. De la larga lista de amigos con que cuento, realmente podría decir que sólo dos o tres tienen plena vigencia. Son los que siempre estuvieron presentes, los que en los momentos más difíciles ayudaron a mi mujer y mis hijos cuando todavía eran pequeños. Pero no tengo rencores ni deudas pendientes. En veinte años uno tiene que sobrevivir varias muertes y varias vidas. A veces es complicado con la de uno mismo como para andar encima cargando con las agonías ajenas.
Ahora que escucho el murmullo que hay afuera entiendo que la resolución es inminente. Me llegan nítidamente las voces de mis seres querido. Todos, a su modo, me quieren bien. Los que estuvieron impidiendo que este momento llegara, demorando por todo los medios posibles esta hora, y los que pugnaron por terminar de una vez con este suplicio. A todos les agradezco el amor que me regalaron sin obtener nada a cambio. Ni siquiera un gesto.
Comenzaron a pasar de a poco. Vinieron a despedirse. ¡Puta madre! Nunca me gustaron las despedidas. Aunque nadie lo note, aunque nadie pueda saber qué me está pasando, me gustaría hacerles sentir que para mí es muy importante que hayan venido a saludarme. Estoy tranquilo, pero tengo miedo. Tengo mucho miedo. Creo que voy a llorar.

Inspirado en un caso real