martes, 1 de abril de 2008

Ruth.

La primera conversación con Ruth fue breve, agradable y efectiva.

La llamé porque un amigo me lo había propuesto y ella, al escuchar mi nombre, accedió rápidamente a conocerme. Después me enteraría que a ella también le habían hablado mucho de mí porque casi no tuve que presentarme.

La pasé a buscar por el parque Lezama. Vestía una minifalda muy sexy y una remerita ajustada. Realmente se la veía atractiva y casi no podía creer de mi suerte


Al subir al auto se produjo una de esas escenas típicas de estos encuentros: casi ningún tema de conversación más allá de nuestro amigo en común, ninguna preferencia por el lugar adónde ir, en fin, los dos medíamos al otro antes de tomar una decisión.

Ella propuso primero.
-¿Qué te parece si vamos acá nomás a San Telmo? Hay unos barcitos copados en Plaza Dorrego, tomamos algo ahí y después cualquier cosa podemos ir al telo de Estados Unidos y Humberto Primo.
Supongo que no pude contener la sensación de sorpresa, porque ella hizo un gesto elocuente. No logré articular ninguna palabra, pero Ruth sí.
-¿Qué? ¡Ya sé! ¿Te sorprende mi sinceridad? ¿O acaso me vas a decir que ni siquiera se te había ocurrido? ¡Vamos, ya somos grandes!
-No, no es eso. Báh, la verdad, no sé qué decir.
-Entonces no digas nada. Dale, arrancá.

Y arranqué, porque literalmente me había quedado parado, inmóvil. Me resultó más que extraña su forma de hablar, pero me propuse darle otra oportunidad.
Llegamos a unos de los pubs que tienen mesitas en la plaza y nos ubicamos cerca de un árbol. Era una tarde primaveral muy armoniosa, el sol caía lentamente y teñía el cielo de violetas y lilas que se dejaban ver a pesar de los árboles. Comenzaba a soplar una brisa tenue, que traía más alivio que fresco, aunque bien sabemos que las mujeres suelen desequilibrarse rápidamente y pasar del calor extremo a tiritar sin escalas. Ruth eligió la mesa y tomó la carta. Todo en ella era muy resuelto y decidido. Sonreía; sonreía todo el tiempo y su sonrisa era hermosa, de dientes blancos, amplia, reconfortante. Sus ojos eran grandes y redondos, de un castaño muy claro y un brillo vivaz. El pelo le caía en bucles largos sobre la frente, y luego rebajado hacia los costados, terminando casi en punta por detrás. Ella pasaba un mechón frecuentemente por detrás de la oreja, o tiraba todo su pelo hacia un costado por delante de su hombro. Todos los movimientos parecían cuidadosamente descuidados, como si supiera que eso generaba una corriente de atracción. Se sentó con la espalda rígida, bien derecha, sin usar el respaldo, casi en el borde del asiento. Sus pechos se recortaban espléndidos en el contorno de su figura. Se cruzó de piernas y la pequeña pollera que llevaba puesta se afianzó más a su silueta. Sí, estaba buenísima. Observándola, me recriminaba a mí mismo porque tenía ese sabor amargo producto de la escena que vivimos en el auto. Al fin y al cabo la intención de ese encuentro era conocerla, pero en el fondo ambos sabíamos que tener sexo ese mismo día era una posibilidad, una fantasía factible.
-¿Pedimos clericó? –consultó, pero estaba claro que no toleraría un “no” como respuesta. No la defraudé y accedí. La mesera se llevó nuestro pedido y quedamos otra vez con nuestra conversación virgen a cuestas.
-Bueno, para romper el hielo y sacarnos de encima rápidamente los temas más banales que se suelen dar en este tipo de conversaciones, te cuento: tengo 27 años, soy soltera, vivo sola, soy diseñadora de ropa, odio la música tipo Luis Miguel o Ricky Martin, aunque tampoco me va Metálica o AC/DC; más bien escucho música tranqui, nacionales, latinos, pero no lo meloso o tribunero; me gusta leer sobre todo revistas artísticas, soy cero tecnología aunque estoy todo el día con la compu, no sé manejar, mis viejos están separados y vueltos a juntar cada uno con su pareja y está bien que así sea, porque ahora son mucho más felices y hasta se llevan bien, soy cero histérica –dijo haciendo hincapié en las palabras "cero" e "histérica" y me clavó los ojos e hizo una pausa-: pero cero en serio, ¿eh?, si me gusta alguien y hay química voy al frente, no me importa el qué dirán, no la voy con eso, y si querés saber alguna cosita un poco más íntima, te podría contar…no sé, que el tamaño no me importa, ¿me entendés, no? –agregó guiñando un ojo cómplice-, que soy multiorgásmica, muy mimosa y juguetona, y…
-¡Bueno, por favor! ¡Pará un poquito! –casi grité, aunque no quería hacerlo.
-Ay, disculpame, estoy hablando mucho, ¿no? –“Demasiado” pensé. Lo que me molestaba no era la locuacidad, aunque no podía precisar exactamente qué era.
-No, está bien, disculpame vos.
-No, por favor. Contame algo vos. Báh, si querés, no sé, ¿o preferís hablar de otra cosa? –dijo y me miró con dulzura. Ni siquiera parecía molesta. Le corté en seco su monólogo de presentación o guía rápida de conocimiento y ni siquiera había muestras de fastidio. Eso mejoró súbitamente mi ánimo: estaba ante la presencia de un raro ejemplar femenino que conserva el humor y la predisposición aún en situaciones adversas. Intenté arreglar el exabrupto con unas palabras poco convincentes que ella aceptó, otra vez, de buen grado, y la mesera se hizo presente para salvarme de una situación que era incómoda solamente para mí.

Una vez que la mesera se retiró dejando la jarra y los vasos, ella propuso un brindis por este primer encuentro. La tensión se había ido definitivamente después de dos o tres vasos de clericó, y la conversación había ingresado en un terreno de afabilidad natural. Ella hablabla casi en exceso, pero escuchaba mis comentarios con muchísimo interés, al punto tal que hasta llegué a pensar maliciosamente que me estaba cargando. Pero no. Ruth ponía de verdad mucha atención en mi charla, aportaba comentarios realmente atinados y no me interrumpía. La confianza fue dando paso a la intimidad. Los diálogos comenzaron a espaciarse más no por falta de tema de conversación, sino porque nos quedábamos mirándonos.

-¿En qué estás pensando?
-En nada –mentí.
-Yo estaba pensando en que estás bueno.
-¿Cómo? –otra vez me sorprendo exclamando cosas que debí moderar o callar.
-Eso. Pensaba, mientras te miraba, que estás bueno. Te miro los labios, cómo se te afinan cuando hablás, cómo se te inclinan hacia la izquierda cuando te asoma una sonrisa, y me preguntaba si faltaría mucho para que me beses.
-No lo sé.
-Ojalá lo averigües pronto, porque yo no doy más. Además…-no pudo continuar porque la interrumpí con un beso. Ella introdujo su lengua dentro de mi boca casi como una violación, la metió unos segundos antes de que nuestros labios se tocaran. Fue un exabrupto que sin embargo me resultó agradable. El beso se extendió unos segundos más, acariciándonos con las lenguas, rozando los labios suavemente hacia los costados, y finalmente concluyó con tres besos lentos, con la boca cerrada y los ojos abriéndose cansinamente. Separamos nuestras bocas y tras un breve silencio, decidí pasar esta vez yo al ataque.
-¿Dónde quedaba el telo?
-A dos cuadras de acá. Paguemos que te indico el camino. ¿Querés ir caminando?

Fuimos en auto. El franeleo dentro del vehículo puso todo a punto caramelo, así que entramos a la habitación hechos un manojo de brazos, caricias, ronroneos y besos. No hubo tiempo suficiente para desfilar en ropa interior y en unos pocos segundos pasamos de las palabras a los hechos. Ruth me había parecido hermosa con la ropa, exquisita con su bikini de algodón y encaje y perfecta cuando estuvo completamente desnuda. La vista siempre juega un rol principal en el juego sexual. Definitivamente ella logró que se jueguen todos los boletos en ese sentido, porque no era simplemente bella, sino que también despedía una carga de sensualidad que nunca antes había experimentado con mujer alguna. No necesité pensar en nada; no podía hacerlo: el volcán de su fuego me envolvía frenéticamente y generaba una adicción in crescendo que no podía detener aunque quisiera.

No recuerdo cuántas horas estuvimos en ese éxtasis de sudor, ejercicio y orgasmos, pero sé que nos quedamos dormidos cerca del mediodía. Al cabo una jornada entera en perfecta comunión nos despedimos cuando la dejé en la casa.

-¿Cuántos días voy a tener que esperar hasta que me llames de nuevo? -me dijo desabrochándose el cinturón de seguridad para bajarse del auto.
-¿Cuántos querés esperar?
-Ninguno.
-Bueno, dormite unas horas que te llamo en un rato.
-Si no pasamos esta noche juntos otra vez voy a pensar que sólo me querías para eso.
-¿Para qué?
-Para tomar clericó -cerró su humorada con un beso sonoro y la sonrisa que ya formaba parte de mi top ten de imágenes que quería seguir viendo.

Volví en un estado de felicidad inusual, con esa rara sensación de estar caminando entre algodones a muchos metros del suelo real. No podía decodificar todo lo que había vivido ese día, desde que la pasé a buscar por el parque hasta que la dejé en la puerta de su casa. Entre sinsabores extraños provocados por situaciones incómodas y placeres no menos extraños provocados por una química dulcemente inexplicable, decidí que el saldo era altamente positivo y comencé un romance con Ruth casi sin posibilidades rehusarme.

Los siguientes encuentros con Ruth tuvieron más de lo mismo: una relación carnal de un voltaje excepcionalmente alto y una serie de conversaciones desaforadas que tenían siempre como protagonista discursiva a ella y coprotagonista de sorpresas a un servidor. Yo no podía dejar de exclamar en voz alta ante sus intimidades del más grueso calibre ni aún proponiéndomelo. Era una experiencia muy frustrante porque temía que mi relación con ella se debilitara con cada uno de estos encontronazos. Sin embargo, ella no demostraba en ningún momento fastidio por mis reacciones y hasta parecía provocarlas para divertirse.

Pero con el tiempo fui yo el que empezó a sentir que así no podíamos seguir. Los encuentros con Ruth carecían de sorpresa. A pesar de su figura espléndida, de su carácter siempre afable, de su conmovedora sensualidad y de su excitante inteligencia, había algo que inhibía todas estas ventajas, desbalanceando la relación hacia lo negativo: con Ruth nunca sentí el cosquilleo nervioso que se produce al encontrarte con tu novia sin saber si ese día habrá sexo, esa pequeña tensión que implica armar la jugada, pensar la estrategia, llevar a cabo el plan, improvisar sobre la marcha cuando se presentan dificultades y no tener hasta el final la certeza de obtener la victoria. ¡Estoy hablando de conquistarla! ¡De seducirla! La falta de sorpresa decepcionaba porque no había forma de jugar. Era como tomar entusiasmado un libro de suspenso y que te cuenten el final antes de terminar de leer el título.

Me fue ganando el desgano y comprendí que necesitaba la chispa de la incertidumbre para mantener viva la relación. Me di cuenta al fin que el amor necesita una única certeza: saber que al día siguiente voy a tener que volver a esforzarme para conquistarla y lograr, una vez más, que me elija.

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