miércoles, 21 de febrero de 2007

Unplugged.

Lo van a hacer, nomás.
Ya ni siquiera se cuidan de hablarlo delante mío, aunque eso se los agradezco. Por lo menos me voy enterando de las cosas sin necesidad de andar adivinando.
No quisiera que pase, pero creo que no tengo opción. Hace ya veinte años que estoy así. Hasta donde sé, me bancaron bastante. Pero ahora parece que se terminó, me van a desconectar.Recién la escuché a mi vieja llorar desconsoladamente. Sin escándalo. Con el dolor agudo de quien se acaba de enterar que le aniquilaron la esperanza. ¡Pobre vieja! En estos veinte años ella y el viejo fueron los únicos que siguieron viéndome todos los días. Creo que me visita más ahora que cuando me casé. ¡Pobrecita! Aunque yo no puedo verla, la siento más viejita. El tiempo, pero sobre todo el dolor, dejan huellas imborrables en las personas. Todos los días repite una rutina inquebrantable: me acomoda los pelos, me moja la cara, se sienta a mi lado, toma mi mano y me pone al tanto de todas las novedades. Recuerdo que el médico que me atendió los primeros meses le dijo que era muy importante que me hablaran, porque eso me podía hacer reaccionar. En momentos de desesperación, uno tiende a creer en cosas que nunca hubiera tenido en cuenta. Y ella se aferró a esta rutina. A veces me toma la mano con tanta fuerza que me hace doler. Pero mi cuerpo ni siquiera expresa el dolor. Permanece inherte en la cama, conectado a estos aparatos que pronto ya no estarán. Ella pretende alegrarme el día cada mañana, y lo logra. ¡Ay, si pudiera decírselo! ¡Si pudiera hacérselo sentir, para mitigar su dolor! Pero ella es fuerte e intenta simular una renovada esperanza cada día, aunque sepa que la llamita se va extinguiendo un poco cada vez. Aunque ahora vinieron y se la apagaron de un soplido.
Y mi viejo supongo que la apuntala. Siempre se complementaron bien. La vieja se la da de todopoderosa, pero sabe que siempre lo tiene a él atrás. Y él debe cargar con la responsabilidad de no flaquear, por la vieja, y para no caerse. Él también tiene una rutina. Me frota los brazos, me da un beso en la frente y se sienta a mi lado. Cuando se queda solo lo escucho llorar en silencio, un silencio que sólo se interrumpe cuando su nariz se tapa y saca su pañuelo. Ese olor, el olor del pañuelo que él perfuma aún hoy, me llega como una brisa de felicidad, desde el pasado. Cuando era chico y me ponía a llorar, él me secaba las lágrimas con su pañuelo perfumado. Esos olores persisten en mi mente, son recuerdos vivos.
Mucho no me habla. Me cuenta cosas aisladas, casi nunca de él o de la vieja. Los domingos se instala a mi lado y pone la radio para que escuchemos juntos el partido. Eso me hace bien. Y supongo que a él también, porque después de los partidos lo escucho más vivaz, como si hubiera podido compartir en serio ese tiempo conmigo. Durante el relato, protesta, se queja, maldice al técnico por los cambios o a los jugadores: lo vive auténticamente, y creo que por eso se siente más aliviado. Los demás días parecen pesarle demasiado. No porque sienta la obligación de venir, sino porque siente la desilusión de saber que nada cambió. ¿Quién puede perder la esperanza de que tu hijo mejore mientras está vivo? Aunque la frustración te de un golpe demoledor día tras día, durante veinte años, nada es más fuerte que el amor hacia un hijo.
Mi mujer hace mucho que no viene. ¡Báh! Yo digo mi mujer, pero en realidad ya no debe serlo. Cuando me accidenté ella tenía 34 años. No sería justo de mi parte pedirle fidelidad. Bastante difícil debe haber sido criar a los chicos sola, coexistiendo con un cadáver a medias, viviendo como viuda sin serlo. Los primeros años venía todos los días a verme. Me suplicaba que no la deje. Podía sentir cómo sufría. Traía a los nenes y les contaba anécdotas mías con ellos, y ellos reían y preguntaban cosas. Después empezó a venir más espaciado. Me dijo que no podía venir todos los días, porque en realidad salía destrozada del sanatorio. Y yo la entiendo. Nunca faltó a mi cumpleaños, y los primeros años también venía visitarme en los aniversarios de casado. ¡Qué se yo! Era un gesto, una forma de hacerme sentir que seguía teniéndome presente. Mi vieja evita contarme cosas de ella, aunque sé que se siguen hablando. Ahora debe hacer cuatro o cinco años que no viene. Extraño su voz, pero no tengo nada que reprocharle.
A Lucas, el más grande de mis tres hijos, lo sigo viendo. No viene todos los días, pero sí casi todas las semanas. Ya debe tener treinta años. Hace unos meses se casó y me presentó a su mujer. Él estaba muy emocionado, pero creo que ella debía estar muy impresionada: sólo atinó a tocarme la mano con la suya, temblorosa y húmeda y por supuesto no supo qué decir.
Lucas fue contándome todo su noviazgo en sus visitas. Fue contándome toda su vida y la de sus hermanos. ¡Se lo agradezco tanto! Siempre me dice que no sabe si está muy enojado conmigo por estar así, o muy contento por "resistir". No tiene muy en claro si hubiera preferido que me muera y listo. Piensa que tal vez, esta relación le permitió casi casi conversar con su padre. Su sinceridad me conmueve y me llena de orgullo.
De mis otros dos hijos tengo menos visitas, menos afinidad. Mariela tenía cinco años cuando comenzó esto. Ya es una mujer (seguramente preciosa) y está viviendo con un chico que conoció en su trabajo. Los recuerdos que tiene de mí, por lo que me cuenta Lucas, son las imágenes que quedaron filmadas y poco más. A Cecilia, mi hija más pequeña, le fue peor aún: me perdió con tan sólo un año de vida. Tiene en su cabeza la compleja idea de que su padre es eso que está en el sanatorio rodeado de aparatos que lo ayudan a no ser.
Durante estos largos años, muchas veces fantaseé y reflexioné si este momento llegaría algún día. Pensaba que de los caminos posibles -la recuperación o el final-, éste último era el que más posibilidades tenía. Sin embargo, el tiempo fue pasando, y la costumbre dejó paso a otros pensamientos. Entre esos pensamientos, siempre me pregunté cómo hubiera reaccionado yo si algunos de mis amigos estuvieran en esta situación. De la larga lista de amigos con que cuento, realmente podría decir que sólo dos o tres tienen plena vigencia. Son los que siempre estuvieron presentes, los que en los momentos más difíciles ayudaron a mi mujer y mis hijos cuando todavía eran pequeños. Pero no tengo rencores ni deudas pendientes. En veinte años uno tiene que sobrevivir varias muertes y varias vidas. A veces es complicado con la de uno mismo como para andar encima cargando con las agonías ajenas.
Ahora que escucho el murmullo que hay afuera entiendo que la resolución es inminente. Me llegan nítidamente las voces de mis seres querido. Todos, a su modo, me quieren bien. Los que estuvieron impidiendo que este momento llegara, demorando por todo los medios posibles esta hora, y los que pugnaron por terminar de una vez con este suplicio. A todos les agradezco el amor que me regalaron sin obtener nada a cambio. Ni siquiera un gesto.
Comenzaron a pasar de a poco. Vinieron a despedirse. ¡Puta madre! Nunca me gustaron las despedidas. Aunque nadie lo note, aunque nadie pueda saber qué me está pasando, me gustaría hacerles sentir que para mí es muy importante que hayan venido a saludarme. Estoy tranquilo, pero tengo miedo. Tengo mucho miedo. Creo que voy a llorar.

Inspirado en un caso real

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domingo, 18 de febrero de 2007

El problema de las minas.

-Yo pienso que a las minas, a todas ¿eh? -aclaró con énfasis, levantando levemente el dedo índice de su mano izquierda- el culo les resulta un problema. Por eso tardan tanto en vestirse.
Con esta sentencia, el Tano instaló el tema con su habitual y profundo sentido filosófico. Se sacó los lentes, se alisó la suavemente la nariz a la altura donde la montura le hace dos pequeñas muecas rojas, y se volvió a colocar los lentes. Todos sabíamos que ahora daría paso al desarrollo de su teoría. No hizo falta pedirle que continuara.-¿Sabés por qué? -recorrió con la vista a todos los presentes, que aunque tuvieran su propia teoría no iban a abrir la boca.
-Porque saben que siempre les van a mirar el culo. Gordas, flacas, viejas, pendejas. Se encuentran con alguien, de cualquier lado (la facultad, amigos de la infancia, su jefe, incluso con sus amigas mujeres), y en el momento justo que ella gire, vaya o se descuide, aprovecharán para pispearle el culo, sacarle rápidamente una radiografía. Es una parte de la anatomía que ejerce un poderosa atracción en la mirada, los ojos van hacia allí sin remedio. Por eso es que no se pueden poner cualquier cosa. No les pasa como a nosotros, que te ponés un jean que te queda grande, como si te hubieras cagado encima y no pasa nada. No. Es más complicado.
-Peor si no tienen tetas -acotó Ramón desde la otra punta de la mesa, y se hizo un silencio breve, mínimo, como si se hubiera roto algo o alguien le hubiera escupido el asado a alguno.
De los ocho tipos que nos juntamos todos los jueves a la noche, Ramón es el más nuevo de la mesa. Es un chico joven, que se prendió porque vino un par de veces con el Rafa, un histórico, y quedó. El Tano es la voz cantante. Y entre las muchas reglas no escritas que tenemos, quizá la más básica, la más clara de todas es no interrumpirlo cuando desarrolla su cuidada filosofía. En algún momento terminará con su exposición y dará paso a la intervención del resto, dejando abierto el debate para la intervención de todos.
Pero Ramón se mandó sin freno, sin luces y temimos lo peor. Sin embargo, el Tano recogió el guante elegantemente, como si las palabras de Ramón fueran parte de su propio repertorio, un repertorio que tal vez por la imprudencia del más nuevo de los integrantes de la mesa se adelantó a los hechos.
-¡Exactamente! ¡Es mucho peor para las minas que tienen pocas tetas! Porque para ellas, su máximo exponente de seducción es el culo. Y no pueden descuidar ese wing. Es como si el mejor de tu equipo la revolea cada vez que la tiene. ¡No tenés chances de ganar el partido! Y ojo que no estoy hablando de un levante, ¿eh?. Estoy hablando del día a día. Una mina se levanta para ir a laburar y sabe que tiene que quemarse la sesera pensando cómo lucir o disimular lo bueno o malo que tenga su culo.
-Salvo que tenga unas gomas que rajan la tierra -metió el bocadillo Ramón, monotemático.
Ahora sí la cosa se complicaba. El Rafa lo tomó levemente del brazo, en clara señal de retirada. El Tano le lanzó una mirada furibunda, que luego pasó sin escalas hacia el Rafa, como haciéndolo cargo de los dichos de su amigo. Ramón no se dio por aludido. Estaba entusiasmado con el tema, y el Tano lanzó una sonrisa socarrona. Pensó que tal vez ese entusiasmo lo hacía cometer "pecados de juventud". Retomó como si nada hubiera sucedido.
-Les voy a poner el ejemplo de una mina que labura en mi oficina. La pendeja tendrá unos 27 o 28 años. Buen lomo, siempre arregladita, linda mina. Entró hará unos dos meses. ¡El revuelo que se armó en el gallinero! ¡Imaginate! La nueva, para empezar, tiene ropa nueva. Y este no es un detalle menor. ¿Ustedes se dieron cuenta cómo llama la atención una mina nueva, sobre todo al principio, cuando está todo por descubrirse? Y la ropa ayuda mucho. Porque vos ya sabés que ésta viste siempre de marrón, aquélla se pone unos pantalones ajustados, ésta otra viene siempre con lo mismo. Pero una mina nueva, genera un descubrir cotidiano, algo que con la gente que uno ve todos los días, pasa muy de vez en cuando. Un "¡Upa! ¡Mirá qué bien le queda el violeta!" o cosas como "¡Ahá! ¡No la tenía tan bien de gambas a ésta!".
El Tano tiraba sus comentarios, siempre ingeniosos, pero esta vez nosotros no podíamos concentrarnos a pleno en sus dichos: estábamos esperando la próxima intervención de Ramón. Supongo que el Tano también, porque pasaba la vista por todos, pero en él se detenía especialmente, unos microsegundos más, como para inhibirle cualquier comentario. Ramón seguía imperturbable, embelesado con el tema, con una sonrisa boba.
-Siguiendo con el ejemplo de la mina de mi laburo -prosiguió el Tano-, aunque no sea una diosa infernal, es nueva, y con esa virtud pasa sin proponérselo a ser la rival de todas las minas de la oficina, y a la vez el azúcar por donde revolotean todos los moscardones. Que te muestro cuál es la máquina de café que lo hace más rico, que te ayudo a configurar tu correo, y todo lo que se le puede ocurrir a un chabón en plan de acercamiento. Y las minas, que aunque se lleven como el ojete entre ellas, cuando encuentran un enemigo cierran fila y hacen causa común, aprovechan para matarla cuando Luisita (¿les dije que se llama Luisita?) va al baño. La destrozan. Que la pintura, que la voz...¡Le critican la voz! ¡Qué se yo! La hacen puré en su ausencia, pero cuando ella llega, otra vez a caretearla.
-Tano, una preguntita -soltó Ramón.
-Sí querido. ¿No me digas que me vas a preguntar si Luisita tiene buenas gomas? -vociferó el Tano, codeando a Julio que estaba a su izquierda, mientras lanzaba una carcajada estentórea, que se iba propagando entre nosotros como esos juegos de fichas de dominó puestas de canto que caen formando figuras.
Si bien la risa festejaba la ocurrencia del Tano, también tenía la firme intención de tomar partido a su favor. Él hablaba, él contaba los chistes, él daba el pie para reír. Pero Ramón decidió atragantarnos la sonrisa.
-No sé por qué se ríe.-De repente, Ramón se puso serio. Y contagió esa expresión en el resto de la mesa. -Para mí lo que usted cuenta tiene un sentido si la mina tiene tetas para lucir -hizo un gesto curvilíneo en el aire- y otro completamente distinto si no las tiene -cerró con otro gesto, diferente al anterior.
El Tano mantenía la boca cerrada, pero del lado derecho de su cara, la mejilla le latía. Apretaba y aflojaba los maxilares nerviosamente, y eso, sumado al incipiente color púrpura que iba tomando el resto de su rostro, auspiciaban un desenlace dramático. De sus ojos salieron refulgencias que iluminaron la cara de Ramón. Todos esperábamos, al igual que en un día de tormenta, el vozarrón atronador del Tano de contragolpe. Y llegó nomás.
-Escuchame una cosa, nene. -Primer golpe: descalificar al rival a cualquier precio. En una mesa de hombres, la juventud se paga. Siguió el Tano: -¿Tu mamá no te dió la teta y te generó un trauma? -Segundo golpe: la vieja. Si te metés con la vieja... El Tano fue por su tercer golpe consecutivo: -¿Qué carajo tiene que ver el culo con la teta? ¿Me estás forreando, me estás? ¿Querés hacerme calentar? Porque si querés hacerme calentar con esas boludeces, te cuento que te falta calle, ¿me entendés? -El tercer golpe, más bien, fue en contra. El Tano pretendió asustarlo, minimizarlo con un bocadillo de supuesto control y experiencia versus nervios de novato, pero lo dijo a los gritos, casi fuera de sí. Y encima Ramón permanecía inmutable.
-Pero ¿cómo se le ocurre Don Tano? ¿Yo hacerlo calentar? -El tono que eligió Ramón, se sabe, hace calentar a cualquiera. Si en el medio de una discusión, te plantás con un tono monocorde y sutil, exacerbás el enojo ajeno. Ramón manejaba muy bien estos recursos, porque siguió jugando su papel de inocente sin mosquearse.
-Lo mío es pura curiosidad. Porque de verdad me parece que es import...
-¡No es importante, nene! -interrumpió el Tano. Golpeó la mesa, no con ánimo de romper nada, sino más bien sabiendo que con las mesas un poco devencijadas del bar, el golpe haría tronar las cucharitas, los pocillos y los vasos, agrandando así el efecto sonoro del puñetazo.
-Si fuera importante, te lo diría yo mismo, ¿entendés? ¿O ahora me vas a decir vos lo que es o no es importante? ¿A vos te parece que si fuera importante no lo mencionaría? ¡Si estoy hablando de eso, querido! ¿Vos te pensás que doy detalles (algunos muy privados) para irme por la ramas, y no me detengo en lo importante?
-De ninguna manera, señor Tano. De ninguna manera. Simplemente quería colaborar con su comentario, porque me pareció que todos acá, en la mesa, nos estábamos preguntando lo mismo, ¿no? -Ramón recorrió nuestras miradas y acompañó sus dichos con un ademán que se podía interpretar como que hablaba en nombre de todos. Es decir: que todos pensábamos como él. Es decir: que todos estábamos contra el Tano. El Tano movió ligeramente la boca, hizo un chasquido breve, un resoplido y se dispuso a responder, acusando el golpe. Pero el Rafa habló primero.
-Me parece que estamos meando fuera del tarro -tiró, sabiendo que esa frase híbrida no le provocaría mayores riesgos. -Ramoncito, querido, lo que el Tanito quiso decirte, por lo que entiendo yo, es que en este caso, en este caso puntual de la chica que trabaja con él, el tema de si tiene o no tetas grandes no tiene la menor importancia, no viene al caso. ¿Me explico? -El Rafa había asumido la negociación entre las partes, adoptando un tono conciliador que no reparaba en diminutivos, tal vez porque las palabras dichas así parecen menos peligrosas. -Por otro lado, Tanito, me parece que lo que Ramoncito quería es imaginarse un poco más a esta chica...¿Cómo es que se llama? Ah, sí, Luisita. Todos intentamos imaginarla a medida que vos contabas tu historia, y nos faltaba un detalle importante, Tanito. Calculo que este mal entendido no nos va a privar del final de la historia, ¿verdad Tanito? -sentenció el Rafa, y volvió a apretar el brazo de Ramón para que se quedara en el molde.
El Tano se acomodó el cuello de la camisa, torció la boca con un balanceo de cabeza como diciendo "no" repetidas veces, y se acomodó en la silla para seguir con su relato. Parecía que la paz volvía a la mesa.
-Está bien, no pasa nada. Sigo con lo que les decía. Luisita, entonces, tiene dos temas de qué preocuparse a la hora de vestirse. La primera, es saber que mientras se mantenga su condición de nueva, mientras no conozca bien con qué bueyes ara, tiene que caerle bien a todo el mundo, sea hombre o mujer. Entonces, debe seleccionar vestuario apropiado: ni muy perra ni muy insulsa. Pero a la vez, tiene bien presente que el culo es un lugar de obligado repaso visual a la hora de estar frente a ella.
-¿Es rubia?
Ramón, otra vez, acometía con sus dudas. Todos murmuramos algo al unísono, como cuando en la escuela alguien le falta el respeto a la maestra y todo el aula comenta por lo bajo algo relativo a lo que se viene. El Tano, pareció desconcentrarse.
-¿Quién?
-¿Cómo quién? La mina.
-¿Qué mina?
-Tu mina. ¿Qué mina va a ser? La mina a la que le mirás el culo todo el día.
El Tano se levantó de golpe y arrastró parte del mantel, tirando al piso dos o tres pocillos, un agua mineral y las cucharitas más cercanas a la ventana. Todos nos corrimos hacia atrás, amagando a frenar al Tano, pero con la firme intención de no impedir que lo embocara a Ramón. El Rafa sostenía a Ramón que encabritado comenzó a gritar como loco.
-¡Pajero! ¡Viejo pajero! Ya me contó Luisita que había un viejo choto que le miraba el orto como si la quisiera violar ahí mismo! ¡Y ahora me vengo a enterar que sos vos! ¡Pajero de mierda!
La sorpresa recorrió a los presentes. El Tano se vió tan desbordado, que fue como si lo hubieran empujado vestido a una pileta. Se quedó duro, sin réplica. Sólo susurraba un "¿Vos? ¿Vos sos..?" que acompañaba con el índice de su mano derecha apuntando a Ramón. Ahora sí, todos colaborábamos con el Rafa para impedir que Ramón lo surta al Tano, que estaba entregado, muerto de vergüenza.
-¡No sabés las cosas que dicen de vos las otras minas! ¡Luisita me contó todo! ¡Todo me contó! ¡Que te acercás a todas haciéndote el importante y las manoseás, como disimulando! ¡Que cuando te saludan tienen que ponerte la nuca, porque si ponen la mejilla vos le corrés la boca y les dejás hasta saliva! ¡Me contó todo, viejo pajero! Pero a Luisita no te le acercás más, ¿me entendés? No te acercás más porque vas a tener que ir al Pami para que te cosan los huevos porque te los voy a arrancar.
El Tano se había sentado mientras todos forcejeábamos para detener a Ramón que seguía con ganas de irse al humo. La mesa que él ocupaba estaba alejada de la silla, por lo que quedó sin lugar para sostenerse, con el cuerpo inclinado hacia adelante y los brazos llovidos hacia los costados. Me pareció ver un brillo finísimo en sus lagrimales, a punto de explotar, contenidos con un amor propio muy poderoso.
-Ramón, debe haber un error, ¿nocierto Tano? -Rafa intentaba recuperar la calma, tomando otra vez a su cargo la misión diplomática. -¿Tano? ¿Me oís? ¡Tano! ¿No es cierto que Ramoncito está equivocado? Debe ser una confusión. ¡Mirá si justo la mina que vos pusiste como ejemplo -subrayó la palabra ejemplo, buscando atenuar la ira de Ramón- va a ser la novia de Ramón! ¡Es una locura!
-Es cierto -dijo, seco, el Tano. -Ella me dijo algo de un novio, ahora que me acuerdo creo que hasta me dijo el nombre. ¿Pero cómo mierda voy a saber yo que es la mina de este muchacho?.
El Tano estaba en franca retirada y no quería encender la mecha. Por principios, nunca se metería con una mina de uno de los integrantes de la mesa. Esto para él fue un mazazo. Todos, incluídos Ramón, veíamos a un hombre derrotado y, ya sin la efervescencia del principio, la calma volvió a la mesa. Nos sentamos, acomodamos las cosas desparramadas y nos quedamos unos interminables minutos en silencio, mirando al Tano, que permanecía hundido en sus pensamientos. Al cabo de un rato, Javier, el mozo, se arrimó a colaborar para poner todo en orden.
-Bueno, ahora que están más tranquilos me podrían decir a qué se debe tanto alboroto.
-No pasa nada, Javier, un mal entendido.-aclaró el Rafa.
-¿Y quién es la Luisita ésa?
-Es la novia de Ramón. Dejálo así, Javier, ya está.
-¿La novia de Ramón? -gesticuló Javier, entornando los ojos como haciendo memoria. -¡Ah, ya sé! ¡La tetona!

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miércoles, 7 de febrero de 2007

HP2P.

-¿Y ese Ipod?

-¿Te gusta? Me lo bajé de Internet.

-¿Te lo bajaste? Lo compraste por Internet querrás decir.

- No, no. Digo que me lo bajé de Internet. Mirá: ¿ves ahí? Este botón no anda muy bien, se ve que el archivo estaba mal comprimido o corrupto o algo por el estilo, entonces no bajó bien.

-¿Cómo?

-¿Cómo qué? ¿Nunca te bajaste una canción por Internet? Esto es lo mismo.

-Pará, pará, pará. No soy tan rápido como vos con las computadoras, pero no es lo mismo. Las canciones son archivos, ¡pero esto es un aparato! ¿Cómo lo pasás por la red? ¿Por el cablecito del módem? ¡Si encima tenés red inalámbrica!

-Algo así. Es un soft que permite compartir hardware. Se llama HP2P, que significa Hardware Peer To Peer. Lo único que necesitás es banda ancha, este soft que te digo y un scanner.

-¿En serio? ¡Yo tengo un scanner! ¡Me compré uno la semana pasada en el supermercado! Uno finito que estaba en oferta.

-No, ese no sirve.

-¿Por qué?

-Yo te hablo de un scanner tridimensional.

-Ya empezamos…

-Es un scanner que, al igual que el plano, escanea objetos. Es como una caja en la que ponés un objeto, por ejemplo el Ipod, y lo escaneás. Lo que hace el soft es digitalizar la materialidad del objeto, con una serie de rayos láser, ultrasonido e infrarrojos, detecta los componentes, los remasteriza y convierte en unos y ceros: un archivo binario. ¿Me seguís?

-Más o menos, pero dale.

-Después, compartís ese archivo en Internet, como cualquier otro archivo y listo.

-Pero si me bajo ese archivo, ¿cómo lo convierto en iPod?

-Mirá, si querés, grabalo en un Blu-Ray y te lo materializo.

-¿Blu-Ray? ¿El DVD ése que guarda no sé cuánta información? ¡No tengo grabadora de Blu-Ray! Además, ¿vos tenés un scanner 3D en tu casa?

-No, todavía no. Estoy esperando que bajen un poco de precio. Pero tengo uno en el laburo.

-O sea que si alguien comparte un auto, yo me puedo bajar un auto por la web.

-Más o menos. Cuanto más complejo y voluminoso sea el equipo, más pesado es el archivo. Y más grande tiene que ser el scanner para poder materializar objetos más grandes.

-Sí, pero es como pasó con las canciones y las películas. Al principio, la gente compartía sólo temas sueltos, después discos enteros, después películas en DivX, después DVDs completos…

-Y sí, tarde o temprano llegarán a comprimir archivos de autos, el problemita es que te pare la cana y tengas que explicar cómo obtuviste un auto trucho… Está bueno para cosas no muy grandes. Ahora, por ejemplo, me estoy bajando una notebook. Pero no la bajo completa, sino que voy bajando por partes. Por suerte se van organizando y en vez de hacer un gran archivo y comprimirlo y partirlo en pedacitos, comparten la Ram por un lado, los discos duros por otro, etc. ¿Entendés?

-¿Y tarda mucho en bajar?

-Y...como siempre. Si el objeto es nuevo y es muy buscado, baja rapidísimo. Por ejemplo, el Ipod lo puse a bajar ayer a la mañana y hoy ya lo tenía. Pero hace dos semanas que estoy bajando un adaptador bluetooh que no pesa nada pero baja a 2k por hora.

-Ahá.

-Te quedaste pensando.

-Sí, porque yo creía que Internet era la gran contradicción del mundo capitalista. El consumismo exacerbado devorado por el socialismo, pero el socialismo de la gente, no el socialismo de Estado. Es decir: somos consumidores tan fanáticos, que lo queremos tener todo, no sólo lo suficiente. Pero todo no lo podemos comprar. Entonces, casi sin culpa, lo robamos. O mejor dicho: "lo compartimos para uso particular". Entonces el tipo que sale corriendo a comprarse el nuevo sistema operativo, llega a su casa, y antes de instalarlo hace una copia y lo comparte, con número de serie y todo, para que otros también lo tengan. Y como cada vez es más fácil todo, y cada vez es más común todo, ya nadie se lo cuestiona.

-Ups. Me vas a hacer sentir mal.

-No, es sólo una reflexión. Entonces mientras algunos van a la caza de brujas, como las cámaras que agrupan a algunas industrias, intentando parar la bola de nieve, otros se adaptan a los tiempos que corren y reinventan el negocio una y otra vez. Pero mientras esto sucede, en los países digamos "más pobres" bastará con tener banda ancha para disfrutar de las mismas cosas que tienen los países más desarrollados. Como tu Ipod.

-Bueno, pero yo...

-Una cosita más.

-¿Sí?

-¿No me materializás un Ipod como el tuyo?

-Pero no le funciona un botón.

-No importa.

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Exequias de un amor.

-Ahora que lo pienso, me cayó mal, muy mal lo que me dijiste. ¿Quién te creés que sos para juzgarme? ¿Mi mamá? ¿Qué digo mi mamá -ni a ella le permitiría una cosa así-, te creés el Amo Supremo del Universo, la Reina de la Justicia? ¿De dónde saliste? ¡Pero por favor! ¡Qué falta de memoria! ¡Eso! ¡Eso! ¡Qué desmemoria! ¡Con qué tupé te adueñás de la situación y pretendés evaluarme como si alguien te hubiera bendecido con la santa lucidez del Universo! Mirá vos... Tan modosita siempre, tan ubicadita, tan mosquita muerta. "Esa chica es un regalo del cielo". "Esa chica transmite paz". "Esa chica es muy correcta". ¡Cómo nos engrupiste a todos! ¡Cómo nos vendiste una imagen, nos hiciste comprar tu personaje con vaya a saber uno qué método estudiado de marketing directo! Pero claro, tarde o temprano se descascara la pintura, se llega a la verdad de la milanesa. Pero ahora sonaste, ¿eh? No te quedan más recursos. Fuiste. Se te cayó el antifaz. Ahora vas a tener que inventar algo porque tus días de engaño terminaron. Y no soy yo el único que lo pienso, ¿eh? No soy el único. Estoy seguro de que si preguntás, todos piensan lo mismo. Lo que pasa es que te tienen miedo. No sé por qué pero te tienen miedo. Pero yo no, ¿eh? Yo no. Yo te hago frente porque no te tengo miedo a vos ni a nadie. ¡Vos me tendrías que tener miedo a mí! O por lo menos un poco más de respeto. ¿Cómo me vas a decir una cosa así? ¿Cómo? ¡A mí! ¡Con todo lo que hice por vos! Tendrías que pensar antes de hablar. ¡Eso tendrías que hacer! Pero no, claro, total... ¡Nunca hay consecuencias, ¿no?! La señora puede venir y decir lo que quiera que total es impune. Nadie le dice nada. Nadie le puede hacer nada. Ella habla, pide, exige, y todos corremos para satisfacer sus necesidades. Pero esto no va a quedar así. ¡No señor! ¡No señor! Mirá, esto no te lo iba a decir, pero ahora te lo cuento porque tenés que enterarte: si ellos te quieren, si ellos sienten afecto por vos, si te hacen regalos, si te tratan bien, es por mí. Y deberías saberlo. Deberías haberte dado cuenta. Yo les hablé maravillas de vos. Los fui trayendo de a poco, los fui acercando, les abrí los ojos para que te miraran y admiraran. ¿Para qué? ¿Para que me pagues con esta moneda? ¡Sos muy ingrata! Muy injusta. Primero pensé que estabas haciendo una broma, porque asomó a tus labios una sonrisa. ¡Sos tan linda cuando sonreís! Se te iluminan los ojitos... Tu sonrisa dibuja una mueca levemente inclinada hacia la izquierda, y esa asimetría le da a tu cara una belleza que no tiene parangón. Confieso que a veces me quedo mirándote sonreír y me transporto a otra dimensión. Viajo a otra galaxia. Y pienso que es tu sonrisa la que provoca que se despeje el cielo. Es tu sonrisa la que aclara el día. ¡Pero no! Me decís que no es broma. ¡Y te reís! ¡Te reís! ¿De qué te reís? O mejor dicho, ¿de quién te reís? ¿Te reís de mí? Perdoname, ¿te estás riendo de mí? ¿Qué es lo que te causa tanta gracia? ¿Hacerme sufrir? Porque de otra manera no se entiende esa sonrisita sádica que esbozás, torciendo la boca levemente hacia la izquierda, que te da ese semblante típico de malsana, de mina retorcida. Mirá: yo no voy a dejarme castigar, ¿eh? No te voy a permitir disfrutar con tu aventura de dolor ajeno. Buscate a otro. Hay miles. ¡Miles! Gente a la que le encanta sentirse humillada, desprotegida, doblegada. Pero yo no. Y te digo esto porque espero que te retractes. Aunque no lo creas, aún tengo esperanza, aún me queda algo de fe. Pienso que tal vez puedas reflexionar y retirar tus dichos. Por mí está bien. En serio. Si decidís echarte atrás contás desde ya con mi apoyo. Y mi perdón. Y mi indulto. Y aquí no ha pasado nada. De verdad. Para que veas que estoy lleno de buenas intenciones. ¡Si yo siempre te perdono! ¿O no? ¿Te acordás cuando te mostré los trabajos que había hecho y vos me los destrozaste? Estuve un poco agresivo, es cierto, lo reconozco. ¡Pero vos me destruíste! Por ahí yo estaba un poco sensible, o no estaba lo suficientemente abierto o dispuesto a recibir críticas, pero las tuyas fueron lapidarias. Y sin embargo, nunca podrás decir que quedaron sentimientos de rencor en mí. Nunca podrás reclamarme por un encono duradero. Vos sabés que cuando exploto es sólo éso: un estallido y nada más. No me quedo revolviendo basura para ver qué saco, con qué te ataco, cómo contragolpeo. Blasfemo un poco al aire y en seguida se me pasa. Me gusta tratar bien a la gente, pero con vos es más que especial. Y cuando me tratás bien, yo entro en un estado de babia infinito. Cuando me hablás mirándome a los ojos, dulcemente, como susurrando, concentrás toda mi atención. Y por dentro pienso "Ojalá me siga hablando, ojalá que no se termine nunca esta conversación". Y confieso que en ese momento podés pedir lo que quieras, que el sí saldrá de mis labios antes de que pueda siquiera intentar detenerlo. Pero vos no querés el perdón porque no te importa. Lo único que querés es humillarme. ¡Por eso me mirás así! Me fulminás con esa mirada cargada de ira, de venganza. Y sabés que me hacés rabiar, que soy un tipo muy sanguíneo, y te divertís. Y me hablás despacito, como susurrando, para mostrarme que vos estás calmada y que yo soy el nervioso. Y la furia me carcome por dentro. Intento controlarme para no decir barbaridades -sé que a veces no lo consigo, pero lo intento- y vos seguís hablando despacito, muy en tus cabales, y a mí la sangre se me encabrita. Y me parece que el tiempo no pasa jamás, que nunca vamos a terminar esa conversación. O mejor dicho: que terminarás cuando me veas reventando de bronca. No sé por qué lo hacés. No sé por que me hacés esto. Sos tan...veleta. Ésa es la palabra justa para definirte. Veleta. Cambiás de posición todo el tiempo. Nadie sabe para qué lado estás apuntando. Es como si te divirtiera eso. ¡Cambiás de parecer en una misma conversación! ¡Habría que grabarte! Para que te escuches. Para que vos misma escuches la diatriba que me despachás. Te juro que sos capaz de afirmar algo con toda naturalidad y desdecirte un par de oraciones después con la misma naturalidad. ¡No me mires así porque es así! Lo hacés todo el tiempo. No te das cuenta porque no te escuchás. ¡Qué lástima que no tengo a mano un grabadorcito para empezar ya mismo! Porque ése es el problema. No te escuchás. No escuchás lo que decís. Decís lo que decís y no lo escuchás. Después me endilgás problemas de interpretación. ¡Por favor! No hace falta interpretar nada. Lo dijiste todo bien clarito. No es necesario ser un analista o un literato para entender tus circunvalaciones. Lo decís todo con pelos y señales. Porque hay que reconocer que tenés un buen hablar. Sabés cómo decir las cosas. Utilizás un lenguaje, casi diría, exquisito. Tanto gramaticalmente como de contenido, tus oraciones derrochan ingenio y coherencia. Si abordás un tema, lo desarrollás con una facilidad de palabras asombrosa. Te brotan conceptos. Se ve que sos una mina muy culta, que tenés la capacidad de desarrollar cualquier asunto con conocimiento de causa. Y eso constituye un verdadero don: el don de la palabra, el don del saber hablar. Porque cualquiera puede intentar desparramar un par de datos -de lo que sea, ¿eh?, de cualquier cosa-, pero hacerlo con el total dominio de la situación que lo hacés vos, realmente, asombra. Por eso estoy así. Asombrado. No lo puedo creer. Pienso en lo que me dijiste y no lo puedo creer.

-¿Terminaste Gutiérrez? Tenés un uno. Dejá, vos no hagas la prueba que no hace falta. Ya sabemos que no estudiaste nada para hoy. ¿Alguien más quiere seguir los pasos de Gutiérrez? Bien, entonces, como dije antes de la interrupción, saquen una hoja: prueba sorpresa.

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sábado, 3 de febrero de 2007

El buen lector.

1. EL BUEN MOZO

Jorge es mozo en un reconocido restaurante de Recoleta. Cuando Jorge cena en su casa -sólo los francos, es decir, unos pocos días al mes- prefiere quedarse sentado, quiere que lo atiendan. Pero su mujer no. Por eso le hizo hace poco una escena melodramática, que incluyó reproches ideológicos (lo acusó de "machista empedernido") y toda clase de exageraciones propias de una rencilla de índole doméstica. Aunque Jorge no podía creer lo que estaba pasando, prefirió no incluírse en esa discusión bizantina y se dejó avasallar -una vez más-, atendiendo los reclamos de Marta. Ahora, también en sus francos, Jorge prepara la mesa, la sirve y la retira, además de sentarse a comer y compartir "un poco una cena, una vez que está en casa". Evitar la discusión es, para Jorge, su mejor propina.


2. EL BUEN SAMARITANO


Esteban se propuso hace un tiempo ser gentil con las mujeres mayores. No muy mayores, ni muy gentil. Su estrategia consiste en piropearlas. Esteban tiene 25 años, y las víctimas de sus zalamerías más de 50. Pero él las trata como si fueran chicas de 18 o 20. Su blanco preferido es a la salida de la peluquería. Cuando engancha a alguna que sale estrenando corte, tintura o ambas cosas -y a las mujeres se les nota a diez cuadras a la redonda- las empieza a halagar con falsas promesas de amor y deseo. Si ve que ellas aceptan el convite, salta a un nivel superior, y sus palabras toman el inconfundible camino de lo sexual. Por parte de ellas no faltaron propuestas de todo tipo: fingidas ofensas, exageradas alusiones a la edad y hasta regalos en efectivo. Sin embargo, Esteban siempre tuvo muy en claro hasta dónde avanzar. Para él, el regocijo de las mujeres ante su accionar, el hacerlas sentir deseadas, es equivalente a ayudar a cruzar la calle a un ciego. Y cuando lo consigue, con rigurosa pulcritud, lo anota en su diario íntimo y es capaz de dormir toda la noche en la misma posición y con esa sonrisa abierta y relajada que sólo asoma con la satisfacción del deber cumplido.


3. EL BUEN VIVIR


Mariano tiene dos mujeres. Las dos lo aman aunque por razones muy distintas.

Raquel siente un irrefrenable embelesamiento cada vez que conversa con él. Está profundamente enamorada de su inteligencia. Sabe que es infiel, y lo odia por eso. Pero no puede planteárselo porque cuando Mariano habla -no para convencerla, no para ilusionarla, simplemente cuando habla- ella se entrega entera al placer de escucharlo. Y lo mira y admira con ojos melosos de gata en celo. Y lo disfruta. Y se olvida que lo odiaba.

María Elena sostiene que nunca conoció a una persona más bondadosa que Mariano. Suele decir que la genuina bonhomía de su amado es tan inmensa, tan profunda, que contagia. Y en ese contagio sin remedio, ella se vuelve más buena también. Por eso es que le perdona sus escapadas. Porque seguramente tendrá motivos que su corazón bienhechor no pudo acallar.

Una tarde gris de enero, cuando el cielo presagiaba una no menos temida que añorada tormenta de verano, Raquel y María Elena se encontraron. Habían urdido aquella reunión para forzar a Mariano a decidirse por una de ellas. Solas, cada una por su lado, habían fracasado una y otra vez. Le echaban la culpa al amor que sentían por él, pero también sabían que no tolerarían una respuesta negativa en la intimidad.

El plan era simple. Mariano debía elegir a una de ellas, sólo a una: nunca se plantearon siquiera que él deje a ambas o, incluso, que tenga más amantes. La elegida se quedará con el hombre, y la derrotada se retirará sin alboroto, sin reclamos, sin despecho.

Mariano llegó a la cita con gran aplomo. Se sentó en la silla que las mujeres tenían prevista para él, en el centro de la habitación. Ellas se ubicaron en sendos sillones que equidistaban de la silla. Pretendieron sin éxito mostrarse amables y adultas. María Elena fue quien le explicó a Mariano la razón de la reunión. Le exigió sinceridad y pragmatismo en la respuesta, para evitar el melodrama.
Mariano miró atentamente a las dos e intentó un alegato. Raquel le pidió que simplemente dijera con cuál de las dos se quería quedar. Mariano extendió los brazos e intentó tomar las manos de las mujeres, que se lo negaron. Entonces puso su mejor cara, entonó su voz más dulce y acicaló su mirada para decirles que las amaba a las dos.

María Elena y Raquel, sin habérselo propuesto, descubrieron que tenían muchas más cosas en común. Ambas, con la rapidez nerviosa que la situación exigía, sacaron un arma y apuntaron a Mariano.

Raquel intentó persuadir a María Elena, sin dejar de apuntarlo, diciéndole que él decía esas cosas porque pensaba que así ninguna de las dos saldría lastimada. María Elena le retrucó, también sin dejar de apuntarlo, que sabía perfectamente que la bondad de Mariano no toleraría herirla, y por eso él decía eso cuando en realidad estaba claro que se quería quedar con ella.

Las mujeres comenzaron a levantar el tono de voz, y Mariano perdió la calma. Acaso vislumbró que no era una sino dos las mujeres armadas que lo apuntaban, acaso comprendió que una mujer enfurecida es peligrosa, pero dos son impredecibles. O simplemente, presintió el final de la historia.

Intentó persuadirlas diciendo que lo mejor era que todo siga como hasta ahora, pero ya no fue posible.

María Elena y Raquel no soportaron la decisión (¿indecisión?) de Mariano y dispararon al unísono. El cuerpo estremecido y húmedo de Mariano cayó hacia atrás sin vida. Las mujeres, casi por reflejo, dejaron caer las armas. La sangre comenzaba a diseminarse por la habitación. Mariano murió de un balazo en la cabeza -salido del arma de María Elena- y otro en el corazón -despachado por el arma de Raquel.
Afuera llovía torrencialmente. Las mujeres caminaban sin prisa, repitiendo en voz baja como en una oración religiosa: "Tranquila. Tengo que estar tranquila porque yo no maté a mi Mariano sino a SU Mariano".


4. EL BUEN TIEMPO (*)


Virginia y Alex siempre la pasan bien juntos. Hay algo mágico en sus encuentros. Ella siempre se lamenta de lo rápido que pasa el tiempo cuando está a su lado. Él siempre asiente y reafirma: el tiempo pasa inusualmente veloz.
Los encuentros fueron complicándose con el correr de los meses. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más rápido se aceleraban las horas. Lo curioso, además, es que sólo les pasaba a ellos dos. La gente vivía su tiempo con normalidad. Fue así que Alex comenzó a encontrarle canas a Virginia, al tiempo que a él mismo comenzaba a caérsele el pelo. Todo en una misma tarde. O aquél fin de semana que pasaron juntos en una playa de Costa del Este, en la que terminaron agotados no ya por la intensa actividad física, sino por los vaivenes de una salud que empezaba a resquebrajarse. Lucían y se sentían como septuagenarios. Virginia no lo soportó más y decidió terminar con la relación. No toleraba verse tan avejentada, sobre todo cuando salía con sus amigas, que aún conservaban la figura de los 20 años. Alex intentó persuadirla, pero la vejez prematura de Virginia no era negociable. Ella lo olvidó rápidamente, y tan rápido como se deshizo de él volvió a la lozanía de sus 23 años. Él nunca superó el abandono y se quedó reviviendo una y otra vez los dulces momentos compartidos con Virginia. Murió de viejo, a los 25 años, seis meses después de conocerla. Sin lamentarse ni arrepentirse de nada, su último pensamiento lo dedicó a su amada y a una reflexión que no escapa del lugar común: cuando uno disfruta a pleno, la vida pasa muy rápido.


5. EL BUEN ENTENDEDOR

Cuando la conoció sintió un gran alivio, la sensación de haber encontrado el mapa, de tener por fin los planos de la vida. Ella se cruzó en su camino y él sintió que ahora sí podía empezar a relajarse, a disfrutar. Su vida tomaba la forma esperada.
Después de un tiempo prudencial, se casó con ella. Después de un tiempo prudencial, tuvieron una hija. La vida andaba por los carriles que tenía que tener, hasta que descarriló. El tiempo ya no fue tan prudente y comenzaron los roces. Y el sueño se desdibujaba lentamente, mientras él prefería ignorarlo. Sintió que la confusión apuraba las cosas y que lo que necesitaban era ni más ni menos que tiempo. Tiempo para acallar los gritos, las discusiones, la soledad compartida. Tiempo para enfocar todo lo que se nublaba. Pero el tiempo corría en la dirección incorrecta. Le aceleraba las decisiones. Lo destrozaba contra la pared. Se separaron. O mejor dicho: ella se separó, él intentó hacerlo. Pero perdió el rumbo. Y aquélla sensación de alivio del principio, se transformó en un complejo mecanismo de nervios y descontrol. Comenzaron los gritos desaforados, los llantos reprimidos, la tos en la penumbra de la noche, las pastillas recetadas, los kilos perdidos, los tirones del corazón. La pena lo fue ganando, convirtiendo en obsesión todo el desamor recibido a cambio del amor entregado. Murió una madrugada de junio, inesperadamente, horas antes de una reunión en la que iba a celebrar que ya la había olvidado, (aunque nadie iba a creerle). Los médicos dijeron que le falló el corazón y tenían razón, aunque a destiempo: no le falló el corazón esa noche, sino el día que se enamoró de ella.


6. EL BUEN LIBRO (*)

Confieso que lo tomé de la biblioteca más por su tamaño que por su contenido. De hecho, seleccioné su forma y su color sin siquera intentar leerlo. Necesitaba algo, no sabía qué y agarré el libro de tapas duras en cuero, con letras doradas y un curioso dibujo fucsia y lila.
Lo apreté contra mi pecho, y lo mantuve así un rato largo. Me aferré a él. Mientras permanecía en esa posición, comencé a divagar. La somnolencia vencía a mi vigilia, endulzándola con imágenes de mi niñez. Imágenes que no recordaba.
Sin embargo, las reviví con una intensidad tan fuerte, que al despertar perdí el conocimiento.
Me costó recordar lo que había visto mientras estuve en esa extraña trampa de melancolía y tiempos idos.
Unos días después, volví a buscar el libro. Se encontraba en la misma posición, en el mismo estante. Repetí la operación. Tomé el libro sin siquiera intentar abrirlo, lo abracé contra mi pecho con fuerza y el viaje comenzó otra vez. Es increíble la cantidad de buenos recuerdos que uno almacena casi sin saberlo. Esos recuerdos están allí, esperando que los desempolvemos, para ofrecernos todo su agradable repertorio de lugares ya visitados y entrañables.
Cuando los recuerdos cesaron y desperté, volví a desmayarme.
Este procedimiento lo repetí durante meses, cada vez con mayor frecuencia. Seguía sorprendiéndome la cantidad de momentos que no recordaba y se aparecían mágicamente cuando tenía el libro. Con el tiempo, además, descubrí que no volvían a aparecer esos momentos agradables. No se repetían los recuerdos. Eran siempre distintos. Pero también, eran cada vez más recientes. Los recuerdos de los primeros días se borraron de mi mente, como si una vez rescatados del olvido, se eliminaran para siempre de mí. A pesar de saber esto, no podía evitar seguir tomando el libro entre mis brazos. Así, todos mis recuerdos agradables desaparecieron. Me quedé sin momentos bellos para recordar.
Ahora, cada vez que tomo el libro, el único recuerdo agradable que vivencio es la vez anterior que tomé el libro.



7. EL BUEN PIE

Marcos siempre quiso integrar el equipo del barrio. Se esforzó de varias maneras, incluyendo las extrafutbolísticas. Lo logró por fin en el verano, aprovechando que algunos se iban de vacaciones. No era habilidoso, no tenía buena pegada, pero le sobraba motivación. Era un 3 aguerrido, morrudo, torpe, voluntarioso. Nunca dudaba. Si tenía que bajarte te bajaba. Si tenía que hacharte, te hachaba. Sus mejores anécdotas incluían patadas magistralmente aplicadas a rivales indómitos, que osaban intentar pasarlo. El lujo era un manjar que miraba de afuera. O en todo caso, que no permitía que le enrrostren. Entonces, te hacía pagar con tu propio dolor el intento de avergonzarlo.
Marito era un flacucho habilidoso que militaba en el equipo contrario. El clásico rival. Desconocía, como el resto, la mala fama de Marcos. No lo tenían visto. En su posición siempre jugaba Daniel, un 3 rápido, prepotente pero leal. Jamás tuvo una amarilla. Debe ser por eso que Marito se confió. En la primera que tuvo, le tiró un caño, lo hizo pasar de largo y el guadañazo le vino por sorpresa. No lo agarró, y la jugada terminó en gol. Marcos juntó sangre en el ojo. Ya no importaba la próxima jugada de Marito, simplemente, cuando lo tuviera a mano, lo iba a ajusticiar.
Lo siguió hasta el área contraria, a pesar de los reclamos de sus compañeros. Lo tomó en un córner a favor, saltó como para cabecear, con la firme intención de clavarle un codazo en el ojo, pero Marito no saltó y tomó la pelota. Marcos se abalanzó sobre él, que había punteado el balón para salir jugando, y le ganó la posición. Con el mismo impulso que llevaba, midió la distancia del fémur de Marito y le tiró un terrible patadón. Volvió a errarle a la humanidad de Marito, pero acertó a la pelota, clavándola en un ángulo. Gol. Golazo. El gol que le permitió al equipo ganar el cuadrangular de verano. El gol que le permitió a Marcos quedarse no sólo en el equipo, sino también en su historia.


8. EL BUEN GUSTO

Nunca lo entendí. Es un buen tipo y mejor amigo, pero a veces me pregunto si está bien que yo tenga amigos de esa calaña. Javier tiene por costumbre asesinar sin ton ni son. Él dice que la mejor coartada es no tener nada que ver con la víctima. En resumen: cuando le place, cómo le place, mata. No importa la situación. La única regla que sigue es no tener relación alguna con la víctima. La semana pasada, caminaba por Boedo, vió a un linyera durmiendo bajo la autopista y lo asfixió. Era de noche, estaba oscuro, el tipo era un vagabundo, ¿quién iba a averiguar demasiado al respecto? Rápidamente dieron por cerrado el caso. Yo siempre le digo que no está bien lo que hace, que un día lo van a agarrar, que la gente merece vivir. Él siempre responde que él también necesita descargar su furia contra…contra…nadie. O mejor dicho todos. Furia contra el universo.
Él tiene un buen empleo (es bancario, cobra bien, tiene posibilidades reales de ascenso), una familia constituída. Me dice que hay gente que gusta de la bebida, gente que gusta de las drogas, tipos que engañan a su mujer con cualquier mujer que se les cruza. Él tiene un gustito: sentirse todopoderoso, tener a su merced la vida humana. Dice que en ese instante supremo de placer y regocijo, se siente completamente libre: libre de su jefe, que le carcome el cerebro, lo explota y lo oprime. Libre de su mujer, que siempre le dice lo que tiene que hacer, cómo comportarse, cómo vestirse, cómo pensar, cómo sentir. Libre de sus padres, que se entrometen en su vida e intentan seguir demostrando cúan necesarios son y qué suerte tiene en tenerlos. Libre de sus hijos, que lo esclavizan, lo maltratan, le pulverizan el ego. Libre de la Iglesia, que lo aconseja, lo advierte, le predica y se cree saberlo todo. Él se siente libre de todo y libre de culpas. No cree que haya nada malo en pensar así. Para él las personas que mueren en sus brazos son sólo el instrumento que lo mantiene en salud, que le ahorra el psicoanálisis, la confesión, la infidelidad, el desasosiego. A aquéllas personas les tocó jugar ése papel: el de las víctimas sin victimarios.
Y Javier no lo dice para que yo lo entienda, ni para que lo aconseje, ni para convencerme de nada: él es quien está convencido. Está completamente convencido el hijo de mil puta.


9. EL BUEN DIENTE

Mariela lo intentó hace un mes y la golpeé. Me molestaba que intente esas cosas. Lo volvió a intentar hace tres semanas. Y volví a golpearla. Hace dos semanas, otra vez lo hizo. Calculo que estaba medio dormido, por eso esta vez no le hice nada. Y me dejé hacer. Ella mordió con fuerza, hasta hacerme sangrar. Supongo que esperaba mi golpe, por eso hizo una pausa. Mi relajación llegó a tal punto que no atiné más que a acomodarme mejor. Entonces Mariela continuó lo que había comenzado. Lentamente desgarró por completo el lóbulo que mi oreja. Me excitó profundamente verla con la sangre –mi sangre- chorreando por su cara y su cuerpo. Me miraba con una dulzura que jamás había tenido. Ahora que recuerdo que la oreja me ardía profundamente, pero no me importaba: estaba completamente sumergido en su clima. Una vez que hubo terminado de comerme, me pidió que yo le hiciera lo mismo. No sabía muy bien cómo hacerlo. Intenté con suavidad pero no funcionó. Entonces arremetí con dureza. Ella gemía de placer y eso me dio más valor. Hinqué el diente y sentí un borbotón de sangre. Su sabor era exquisito. Lo degusté con un raro placer. Continué masticando mientras ella se quejaba lentamente, como una gata en celo. A pesar de mi esfuerzo no lograba desprender el pedazo de carne de su cuerpo. Ella se incorporó y me pidió que tomara con firmeza su oreja. Hizo un brusco movimiento hacia atrás y finalmente lo logramos. No sabía si masticar o no el trozo que colgaba de mi boca, pero ella se abalanzó sobre mí mientras me besaba y me llevó poco a poco a comerlo. Me pidió por favor que la deje probar su propio sabor y se lo concedí. Entonces ella me dijo que iba a continuar por la otra oreja. Forcejeamos. Yo no quería más carnicería. Para mí ya estaba bien. Ella no se contentaba y luchó por conseguir su objetivo. En la pelea me mordió la nariz con una fuerza que no le creía posible y comencé a sangrar. Evidentemente eso la excitó más aún, porque volvío con más fuerza. Entonces, un poco para jugar, un poco para defenderme, yo también comencé a tirar mordiscones al aire. Hasta que acerté. En una vena. Ella comenzó a sangrar con una fuerza que la hacía temblar. Después fue todo confusión. Ella empezó con convulsiones y llegó a un clímax que yo ví a medias porque estaba intentando parar la hemorragia. Ella no lo notó o estaba en un trance tal que no pudo más que prolongar la agonía. Supongo que los estremecimientos de su cuerpo, poco antes de morir, estuvieron acompañados de múltiples orgasmos. Sé que murió feliz. Después de todo, la situación había sido provocada por ella. Y básicamente, eso fue todo lo que pasó. Después huí, como pude, de su casa. No era fácil porque estaba bañado en sangre. No estaba triste ni tenía miedo. Simplemente, sabía que no podía explicarle esto a nadie sin quedar comprometido.
-No me importa. No me importa si es verdad o es mentira. No me importa que la hayas matado a propósito o sin querer. Quiero intentarlo.
-Bueno, pero empiezo yo.
-Ok.


10. EL BUEN FINAL


A veces la vida deja pistas, pequeños indicios que lo llevan a uno a pensar que puede predecir el destino, que puede adivinar el camino.
Cuando conocí a Leonor fue uno de esos momentos. Me dije: Voy a acabar con vos. Sabía que tarde o temprano estaríamos juntos.
La relación prosperó hasta lo inimaginable. Surgida de una charla casual en un colectivo, un día que también por casualidad andaba sin auto, Leonor y yo nos fuimos conociendo, queriendo y amando. Nos fuimos entendiendo, comprendiendo y amoldando. Y nos casamos. Teníamos una química excelente. Nos divertíamos. Realmente disfrutábamos de la compañía del otro. Nuestras relaciones sexuales derivaban inefablemente en una frase que se instaló con fuerza: Voy a acabar con vos. La repetíamos una y otra vez. La sentíamos nuestra.
A veces la vida deja pistas, pequeños indicios que lo llevan a uno a pensar que puede predecir el destino, que puede adivinar el camino. Pero no siempre esas pistas son tan lineales, ni tan claras. La vida suele jugar con esos señuelos, permitiendo que uno los interprete -mal interprete- desastrozamente.
Leonor cambió como cambian las personas con los años, como cambié yo. Física, emotiva y psíquicamente, nadie puede ser (ni pretenderlo) el del comienzo. La relación tampoco. Se deterioró hasta la intolerancia, llevándonos sin retorno al terreno de la agresión, del resentimiento, del odio.
Decidido a matarla, la encaré luego de una discusión muy grande por una cosa muy chica con un simple cuchillo. "Voy a acabar con vos" le dije susurrándole al oído mientras clavaba el puñal en su carne. Ella me miró sin sorpresa, como si supiera o hubiera previsto esta escena, y me dijo: "Te equivocás. Soy yo la que va a acabar con vos.", y se desplomó.
Al verla en el piso, instantáneamente, la furia y el rencor desaparecieron. Sentí una inmensa soledad, el desasosiego de saber que ya no la vería nunca más, la eterna tristeza que la muerte instala como un mojón en tu vida. Y caí en una profunda depresión. Una depresión tortuosa que me llevó inexorablemente al suicidio. Me maté, y ni aún así pude dejar de escuchar sus últimas palabras. Ni aún así pude dejar de sentir que tuvo razón.






(*) Cuentos seleccionados en el libro
"Los Sueños y Los Ecos"
de Editorial Dunken.

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jueves, 1 de febrero de 2007

Maradona.

“Maradona volvió al país.” El titular lucía en la página de Internet algo desgastado. Seguramente, la inercia hacía que los diarios, aún hoy, sigan publicando cada tanto las andanzas de Diego. La mayoría de los lectores nunca vio jugar en vivo a Maradona. Sin embargo, todo el mundo sabe bien quién es. Sigue siendo ídolo, como un legado, por los recuerdos que los abuelos transmitieron a sus hijos y nietos.
Esta vez, Diego vino a un homenaje en su nombre. Se conmemoran nada menos que cien años del gol a los ingleses. La FIFA hizo un sondeo hace unos meses y no se encontró a ningún ser vivo que haya visto ese gol en directo, aunque más no sea por televisión. Excepto Diego, claro.
Sigue siendo rebelde, aunque sus fuerzas están un tanto menguadas por los años. La foto de su arribo al país lo muestra altivo como siempre, un poco más gordo –siempre aparece un poco más gordo que hace unos años, después adelgaza, vuelve a engordar-, entrecano, con un corte de pelo muy a la moda. Siempre distinto para ser igual a sí mismo, Maradona cambia su aspecto para parecerse sólo a él. Todo un desafío para los medios, que no hacen más que aumentar su archivo digital con imágenes siempre renovadas del ex futbolista. Cuando se trata de él, la foto de archivo luce siempre añeja.
Camina sin ayuda, su voz es aguardentosa, parece que se le va la vida en cada oración, pero responde con la vehemencia de siempre. Opina de todo como siempre. Se enoja y se divierte como siempre.
Pero sus enojos han cambiado con los años. Ya no está enojado con la AFA ni con la FIFA (ni con Grondona, Blatter o Havelange: en cada uno de los entierros, Diego estuvo presente como señal de amnistía. Los perdonó para que descansaran en paz.) Hizo lo propio con otros históricos rivales: Passarella, Ramón Díaz, Chilavert, Cóppola, Ferlaíno, Pelé. En el entierro del negro fue ovacionado.
Es curioso: hace unos ochenta años lo invitaban a los partidos-homenaje los jugadores que se retiraban. Hoy asiste a los entierros de ex-cracks casi a diario. Uno de los dichos populares más en boga por estos días es “Maradona las hizo todas”. Y, como todos los dichos populares, encierra una verdad irrefutable.
El diario comenta que pasará unos días en el país y luego volverá a su residencia en Suecia. Después de la muerte de Fidel, Diego deambuló por una veintena de países, clínicas, centros de atención médica y rehabilitación a diferentes tipos de adicciones y males, pero desde hace unos años vive tranquilo en el país sueco. Como dice él, “siempre fue Xeneize”: cuentan que lo eligió por los colores de la bandera.
Aquí pasará unos días con las nenas (las nietas de Giannina siempre se desviven por recibirlo). Con las nietas de Dalma también tiene buenas relaciones, aunque se lleva mal con los esposos de ellas. Como suegro fue durísimo –qué duda cabe-, como abuelo fue terrible pero como bisabuelo político es intratable. Las hijas de Diego ya son abuelas: sus hijas tienen entre 66 y 70 años. Diego tiene bisnietas y una tataranieta de dos años. Siguiendo la costumbre familiar, ninguna de las Maradona ha tenido varones. Ahora, cuando Diego habla de las nenas, se refiere a una docena de mujeres de su descendencia, de las que recuerda todo a pesar de su edad: nombres, fechas de cumpleaños, esposo/novio, etc.
Todas ellas cargan con el apellido, pero mucho más sus parejas, que son varones y parte de un patriarcado que tiene como monarca a un ser fuera de serie.
Lo de Maradona ya trascendió, desde hace unos cincuenta años, las fronteras del fútbol.
Cada diez años, sistemáticamente, es internado en grave estado. Cada diez años, prácticamente se le da por muerto. Como aquella vez en el 2004, que estuvo internado varios días con el corazón a punto de estallar; o esa otra vez, en el 2024 en que tuvieron que operarlo una docena de veces porque no respiraba ni artificialmente; o esa otra en el 2054 que tuvieron que transplantarle varios órganos. Y cada vez, la peregrinación acostumbrada. La gente rodeando la clínica. Los noticieros dando flashes a cada instante. Las redacciones de todo el mundo preparando la necrológica más abultada de la historia. Al final, como siempre, Diego se recupera y vive diez años más sin complicaciones mayores. La última, hace dos años, en el 2084, pareció que terminaba el mito. Pero no. El verdadero inmortal se repuso una vez más y vino a celebrar los cien años del gol a los ingleses. Las remeras con su imagen siguen siendo un buen negocio. Incluso, las que tienen las fechas de sus internaciones-externaciones, a modo de renacimientos cíclicos.
La Iglesia Maradoneana, que comenzó como un simpático homenaje al ídolo, hoy tiene sedes en todos los rincones del planeta y fieles que la adoptaron como verdadera religión. “¿Quién otro que D10S puede vivir y hacer lo que hizo y hace Él?” –se preguntan los pastores de la Iglesia Maradoneana. La gente cree que si los milagros existen, él es uno bien visible.
Maradona cumplirá este año 126. Lejos de estar postrado, Diego participará activamente del homenaje. En el estadio de Boca Juniors, la AFA organizó un festejo multitudinario. Diego recorrerá la cancha haciendo la jugada, vestido de jugador de fútbol. La gente verá al ídolo actual, montado sobre la filmación original, remasterizada en 3D con técnicas combinadas de realidad virtual y holografía. Así, mientras Diego recorra el césped de la cancha de Boca, todos veremos el gol como si estuviéramos allí, con el agregado de sus comentarios en línea. Diego a los veinticinco y a los cientoveinticinco gambeteando juntos. Será una fiesta transmitida en directo a todo los países del planeta, incluído Inglaterra, que a esta altura, no discute ni el gol que hizo con la mano de Dios. Es decir, por estos años, nadie duda acerca de eso: lo hizo con la mano de Dios, literalmente.
Dios siempre estuvo muy presente a lo largo de su vida. Cuando lo endiosaron, y pidió que lo dejen tranquilo porque sólo era un hombre, no sospechaba –nadie sospechaba- que afuera de la cancha también haría milagros. Como hace 4 mundiales, en el año 2070, que se había anunciado con bombos y platillos que volvía al fútbol profesional. Un disparate, pero tratándose de él –de Él-, nadie podía afirmar nada nunca con certeza.. Lo cierto es que luego de la operación de 2064, Diego había recuperado el peso que tenía en los años 80 (1980). Mantuvo ese peso durante 4 años, y solía entrenarse duro, aunque sólo jugaba exhibiciones. Por ese entonces, era atractivo de por sí ver a un futbolista de ¡ciento cuatro años! aunque no sea Maradona. ¡Pero encima lo era! No corría mucho, es verdad, pero su pegada tenía la misma magia de siempre. Recuerdo el gol de tiro libre que hizo en la despedida del nieto de Ronaldinho. Al borde del área, le pegó con rosca y la clavó en un ángulo, por encima de la barrera. Golazo. La imagen la repetían una y otra vez en todas partes, y a continuación mostraban goles similares jugando para la selección argentina. Por supuesto que no fue llamado para jugar el Mundial, aunque curiosamente, las razones no fueron futbolísticas: nadie se atrevía a firmar el ok médico a un tipo que para el año del Mundial tendría ciento diez años, o sea, prácticamente la mitad de la edad que sumaban los otros diez titulares del equipo. Pero el revuelo sirvió para conseguir nuevos sponsors (como aquél de los cigarrillos virtuales, que apoyaba el deporte sano) y una revolución que se vió enriquecida por el posterior campeonato ganado por la selección. Del 2064 al 2074 la selección obtuvo una trilogía espléndida en la que Diego participó como un Talismán: estuvo presente, conviviendo con la selección y el cuerpo técnico en los tres mundiales. Al regreso, su descompensación lo obligó a internarse y comenzó, otra vez, el ritual acostumbrado: medios, gente, Diego, resurrección, diez años más para el diez. Al salir, esa vez, anunció que “los argentinos se pueden quedar tranquilos que hay Diego para rato”. Tenía pensado vivir hasta el año 3000. Él tiró esa fecha. Y a la luz de los acontecimientos, no hay Dios que se lo discuta.

24 de Febrero de 2005

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Llegó con olor a otro.

Llegó con olor a otro. Se me está acelerando el pulso y no puedo pensar. ¿Tengo que pensar? ¿Tengo que actuar? Ella me habla como siempre y temo que mi cara me delate. No escucho lo que me dice. La veo, como en una película, hablando en cámara lenta, lejos, mientras la sangre me hierve el cerebro. ¿De dónde conozco ese olor? ¿Conozco ese olor? Pasan millones de imágenes por mi cerebro. ¿Adónde me dijo que iba a ir hoy a la salida del trabajo? La furia me invade lenta pero sostenidamente. Ella lo nota, pero sigue hablando de no sé qué cosa. Creo que eligió el camino de la indiferencia. Yo aún no sé qué camino tomar, pero me estoy exponiendo. Es un círculo vicioso. No quiero mostrar enfado, al menos por ahora, pero me está cegando este sentimiento desconocido de celos y odio, tal vez traición. Esta vulnerabilidad me produce además un enorme enojo conmigo. Necesito serenarme. Seguramente tiene una explicación. Ese olor a hombre que tiene mi mujer, ese olor a un hombre que no soy yo que tiene mi mujer seguramente tiene una explicación. Me dirá algo simple, creíble, algo que no estoy viendo porque ya no puedo ver. No puedo ver, y esa debilidad es su fortaleza. En esta situación, cualquier cosa que diga podría convencerme. O peor aún: cualquier cosa que diga, aunque diga la verdad, ya no va a convencerme. Siempre es peor la verdad que uno se inventa que la misma realidad. Quiero gritar, pero me estoy ahogando. Siento que se me enrojece la cara, me tiemblan las manos, transpiro fría y nerviosamente, pierdo el control. Estoy intentando compostura para hacerle la pregunta. ¿Pregunto o afirmo? Ella tiene olor a otro, no es una idea mía. ¿Se lo sugiero, se lo comento como al descuido? La bronca es mala consejera y sé que ella va a responder con frialdad y precisión. Tal vez, hasta ensayó una o varias respuestas. Ella tiene ventaja, pudo anticipar esta situación y planear varias alternativas, como en una partida de ajedrez. Yo me voy a mover por instinto, voy a improvisar, y ella va a apabullarme con sus argumentos estudiados, esgrimiéndolos razonablemente, para hacerme trastabillar. Pero yo tengo que mantenerme firme y no creerle. ¿Y si dice la verdad? ¿Le tengo que creer? ¿Le quiero creer? ¡Si pudiera poner una pausa, parar la pelota, enfriar la cabeza! Tal vez sea lo mejor. Hacer como si nada. Pasar la noche. Ganar tiempo para pensar. Incluso, buscarla esta noche. Provocar la situación de un encuentro sexual esta noche. Cambiarle el partido. Forzarla a ella a improvisar, a que pise el palito, a que se entregue sola. ¿Y si no se niega? ¿Y si juega a fondo y pretende tener sexo conmigo a pesar de haber tenido sexo con otro tipo? Para ella no sería muy difícil. Incluso puede que ése sea su plan. Un buen plan. La coartada perfecta. Aunque en ese caso, el olor del otro tipo se haría evidente. ¡Maldición! Sigue hablando, casi diría con exagerada cordialidad. Sigue contándome su día con un buen humor impropio de ella a esta hora. Está forzando mi mal humor, lo presiento. Está queriendo que eche humo y rompa esta situación amena –aparentemente amena, ficticia y descaradamente amena- para luego endilgarme que ella vino bien, que llegó de buen humor y que soy yo el que está mal. Otro posible argumento: de ahí al “siempre estás de mal humor” hay tan sólo un paso. Es casi una justificación para acercarse a otro. Es como un pase, una credencial: no lo hizo porque sí. Después podremos discutir largo y tendido sobre los motivos subyacentes, arribar a la obvia conclusión de que los dos somos culpables, que no supimos plantear nuestros problemas dentro de la pareja y demás. Pero ella trocará el desliz en una justificada salida desesperada. Y entonces ya no habrá entonces. De repente, me asalta otra duda: ella no llegó con olor a otro por error, porque no tuvo tiempo de quitárselo o porque me subestimó. Ella lo hizo a conciencia. Está provocando esta situación. Quiere blanquearla: quiere dejarme. Ahora, mientras pienso esto, un dolor agudo me oprime el pecho. No puedo, por mucho que me esfuerce, evitar que mis ojos se humedezcan. Los aparto de ella, para intentar reestablecerme, pero pienso que me va a dejar y se me cierra la garganta. Llegó con olor a otro porque ya no le importa. No tiene nada que ocultar. Por el contrario, quiere terminar conmigo, que en definitiva es lo que le molesta. ¿Está enamorada? ¿Lo conoce hace tiempo? ¿Lo conozco? Estoy haciendo grandes esfuerzos por intentar encontrar en el tiempo reciente, o no tan reciente, algún indicio, alguna pista que me indique cuándo sucedió, cómo sucedió. No logro pensar con claridad y poco a poco la furia incial va convirtiéndose en tristeza. La miro, y comienzo a sentir que se me escapa, que se me desarma la vida. Pasado y futuro, pero sobre todo presente. ¿Estoy extrañándola? ¿Estoy conversando con ella por última vez? Me siento un estúpido, y me digo a mí mismo que lo merezco. A esta altura ya no sé qué prefiero. Si la furia y la sinrazón de los celos por una aventura, breve o no, pasajera o no, pero aventura al fin, sin pretensiones de relación seria, sin sentimientos de estabilidad; o la tristeza profunda, infinita, terrible y demoledora de saber que la he perdido. De una u otra manera, soy incapaz de actuar. Me paraliza tanto el odio como el miedo. Nunca fui un tipo impulsivo, pero evidentemente, esta vez, pensar no me sirvió de mucho. Apenas si puedo respirar, y todo lo que ingresa en mi organismo es su olor, el olor a otro, envenenando mis pulmones. Ella terminó de cenar y yo no probé bocado. Tampoco creo que pueda dormir.
28 de Marzo de 2005

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Laura se hizo las gomas.

Laura es de esas mujeres que, si bien son atractivas, no descollan. Es decir, sabés que no hay nada allí, no hay mercadería que desvele a tus ratones, pero sin embargo, todos los días, girás la cabeza cuando ella va, y curioseás cuando se contornea en el escritorio de al lado. Unos segundos después, volvés a repetirte: “no, no hay nada”. Y volvés a tus asuntos. Además, mezcla su figura –siempre producida, bien emplichada- con esa risita medio idiota que a veces ofrecen las mujeres que están más o menos buenas, pero que te hacen pensar en el “después de”. El “después de” es un salto al vacío, es el precio que hay que pagar y conviene tenerlo suficientemente claro “antes de”, que es cuando uno está a tiempo. Esa risita suele estar acompañada con un ligero manoseo, un roce cuidado, que toca tus manos, tus piernas o te agarra del brazo, mostrando confianza, y que complementa con finas ironías de índole sexual explícito, que a uno lo hacen dudar: o me está tirando los galgos sin tapujos o todavía no perdió la inocencia.
Laura, como ya dijimos antes, no es una escultura, pero tiene lo suyo. La ley de las compensaciones hizo que tenga mejor ir que venir. Aunque esto a veces queda sujeto a la ropa que tenga puesta –yo agregaría que también influye muchísimo el estado de testosterona que uno lleve: hay días que los hombres vemos manantiales en las piedras, y otros en los que no encontramos un vino como lo gente en ninguna bodega mendocina- más allá de esto, digo, la ropa desconcierta. Lo que unos pantalones bien ceñidos parecen perpetrar una cola finalista de algún concurso de indumentaria para surfistas, una pollera mal habida pueden reflejar carnes que más que libertad declaran la anarquía de las formas. De todos modos, lo que sí queda claro es que sus formas curvilíneas en las remeras ajustadas son pura espuma. Goma espuma –nunca más acertada una definición.
Lo cierto es que Laura -¿quién si no?- lanzó a correr el rumor en la oficina: se iba a hacer las gomas. Algunos mal pensados sostienen que lo echó a rodar para conseguir un sponsor que financie la cirugía. Pero no. Lo hizo por orgullo nomás. El mismo orgullo que hace que cambie completamente su vestuario de la cintura para arriba: antes usaba ropa ajustada, sí, pero más bien cerrada al cuello. Ahora, nada detiene la exposición de sus nuevas protuberancias. Todas sus prendas lucen osados escotes, magníficas invitaciones a las miradas escudriñadoras de los hombres y criticonas de las mujeres. “Son mías, claro que son mías. Las pagué al contado.”, repite a quien quiera oírla, y lanza otra vez esa risita cuasi irritante. Se jacta de ellas, y, para qué negarlo, sus nuevas curvas han elevado su calificación unos cuántos puntos. Se sabe poderosa de frente –experiencia totalmente nueva para ella – y lo disfruta. Practica estudiadas inclinaciones descuidadas sobre algunos escritorios, mientras espera interceptar la mirada furtiva que se adentre entre sus ropas. Yo creo que interiormente se hace apuestas del tipo “voy a apoyarme en el escritorio de Raúl, y voy a lograr que me mire el escote en menos de 30 segundos”. Y siempre gana, por supuesto. Muchas veces usa la frase-latiguillo “¡Uy, se me ve todo!” o “¡Uy, se me vió hasta el alma!” al fingir darse cuenta de que estaba exponiendo sus atuendos. Sus corpiños –ya por todos conocidos- siempre se dejan adivinar a través de sus blusas traslúcidas, o directamente expuestos en las aperturas.
Todo comenzó como un chiste. Con ese particular humor que ejercen algunas personas sobre sus propios defectos, ella siempre decía “Yo me voy a hacer las gomas”, alguna persona, con más piedad que verdad le respondía “¿Para qué? Si así estás bárbara” y ella, con hidalguía sostenía “No, si soy una tabla”. Y otra vez esa risita, que la hacía sacudirse violentamente. Y cada tanto, la pequeña parodia se repetía. Hasta que comenzó a formalizarse. Comenzó a ponerle fecha a su deseo. “El verano que viene me hago las gomas” –aventuraba, y confesaba que estaba ahorrando para tal fin. El verano se aproximaba, y todos notábamos que, lejos de echarse atrás, avanzaba con su plan.
Yo nunca fui muy amigo o confidente de Laura, pero varias veces nos quedamos charlando de bueyes perdidos. Recuerdo que en uno de los brindis de fin de año, quizás un poco más suelta por el efecto del alcohol, me contó esas cosas que a veces uno le cuenta a alguien con la secreta esperanza de que no nos juzgue, con la ilusión de ser simplemente escuchado. Yo lamentaba no tener una historia semejante para contarle, porque eso significaría un voto de confianza hacia ella, pero sé que después de esa charla, nuestra relación, sin ser íntima, traspasó la frontera de la cordialidad de dos compañeros de trabajo, para ingresar en el terreno de los afines –para considerarse afecto, aún había camino que recorrer. Esa confianza, permitía deslizar esos chascarrillos que uno lanza medio en broma, medio en serio, como quien tira una línea para ver qué pasa. Si pica, pica y si no… Fue así que cuando ella me contó detalles más específicos de la operación, me mandé con un “Me imagino que después me vas a mostrar cómo te quedan, ¿no?”. Ella contestó que sí con un “obvio” entrecortado en su risita catatónica. Yo avancé un poco más, y le dije –siguiendo el tono risueño que llevaba la charla- que también me dejara tocar, excusándome en un simplón “nunca toqué unas así, no sé lo que se siente”. Ella proseguía con la risita, tomaba y soltaba mi brazo, se sacudía enérgicamente, y accedía: “Bueno, también te voy a dejar tocar”.
Las mujeres no saben –o lo saben perfectamente- cómo operan este tipo de frases en la cabeza de los hombres. Uno desmenuza cada oración, cada palabra, cada sílaba con su correspondiente entonación, para saber si hay plena conciencia de lo que se ha dicho, si puede esto ser utilizado en su contra, a su favor, o ambas. Uno pretende no dar pasos en falso, pensar y repensar cada movimiento, cada pequeño atisbo de entusiasmo, para manejar el mismo idioma, la misma idiosincracia. Pero señores: estamos hablando de un diálogo entre hombres y mujeres, la más despiadada, sorda, irónica y falsa manera de establecer una comunicación sobre la faz la Tierra. Lo que se dice de una manera, quiere decir todo lo contrario, siempre y cuando esto sea suficientemente confuso. Si no, significa otra cosa, que no es esto ni aquello, sino todo lo opuesto. Entonces, como no hay ninguna base sólida que sustente nuestro accionar, pues, simplemente, accionamos, basándonos, justamente, en eso. Y hacemos miles de conjeturas exitosas, y las confrontamos con el peor escenario posible. Y así y todo, siempre nos vemos superados por la realidad, “su” realidad. Que de tan irreal, nos hace parecer todo un mal sueño.
Como comprenderán, su ¿promesa? de permiso para tocar no me dejaba pensar con claridad. Incursioné en distintas disciplinas orientales de concentración y relajación, pero inexorablemente, cuando ella se acercaba a conversar –esto se acentuó en las vísperas de su operación-, yo me convertía en un felpudo seductor, adulón, grotescamente halagador de sus encantos y no tan encantos, como estirando aquélla conversación que derivó en la promesa, como queriendo congelar el momento exacto a punto caramelo, con la oculta intención de que no se retractara. Y más aún: que reconfirmara la especie. Busqué, utilicé, gasté, reciclé y volví a desempolvar todos los clichés, chistes con doble sentido, piropos que rozaban la guarangada, graffittis verbales y frases hechas que pasaban cerca mío para poder reconstruír el diálogo aquél, y recrear mi pedido desvergonzado (y su respuesta afirmativa). La idea era tener un documento más cercano en el tiempo que me otorgara las garantías del caso. No podía caerle con un “acordate que me prometiste un tanteo” o algo similar. Intentaba revivir el diálogo sin éxito y la fecha de quirófano se acercaba. Mis galgos comenzaban a sentir el desgaste. La rendición estaba cerca. Pero viste como son las mujeres, ¿no? El día anterior a la operación, en virtud de su licencia, me enfardó un par de tareas que tenía pendientes. No fue simplemente un “te paso algunas cositas mientras estoy de licencia”. No. Lo acompañó, lo adornó todo con un “ya que vas a ser el primer beta-téster de mi adquisición”. Juro que me esforcé por prestar atención a lo que me explicaba, pero sólo la veía mover la boca y agitar carpetas y papeles, pero no lograba oír lo que decía. Mi conciencia se había volado varios centenares de kilómetros. Entre otras cosas, estaba pensando cómo seguía esto. No puedo esperar a que vuelva de su licencia y decirle “tengo el número uno, ¿vamos?”. Evidentemente, hay que hacer un trabajo previo. ¿Le pido el teléfono? Nunca nos pasamos datos personales. ¿Y si se lo pido y la embarro a fondo?
Se lo pedí. Le dije que la quería llamar para saber cómo le iba en la operación. Me anotó el número de su celular en un post-it, me lo puso en la mano, me dijo al oído “no se lo pases a nadie”, y después, se despojó de este accionar sensual para volver a su risita ecléctica con un “llamame, pero mirá que hay que esperar un tiempito hasta que cicatrice bien”.
La operaban al otro día, a las nueve de la mañana. Calculé que dos horas era un tiempo prudencial para llamarla (en realidad fue todo lo que pude aguantar). Me atendió el contestador de su celular. No dejé mensaje. Esperé una media hora. Otra vez el contestador. Otra media hora, igual. Y empecé a elucubrar: ¿es normal que tarde tanto? Y sí, me dije, si la operan con anestesia total, hasta que se despierta, enciende el celular y está más o menos disponible, podrían pasar varias horas.
Tal vez está muy dolorida y prefiere no hablar con nadie. O tal vez está con gente, y ni se acordó de encender el celular. No sé cómo son estas operaciones, pero calculo que alguien te va a visitar. ¿Y si está con el novio? ¿Tiene novio? Poco a poco, la cobardía le fue ganando al entusiasmo. Al atardecer, estaba paralizado: No, no la voy a llamar. Y no hizo falta. Llamó ella. Me dijo que tenía en su celular un par de llamadas perdidas con este número –mi número, que yo nunca le dí- y que supuso que era yo. Otra vez me dejó sin habla. Me contó que estaba dolorida pero feliz, que aun estaba en el sanatorio y que estuvo pensando en mí. Que le parecía “re-dulce” que la haya llamado tan temprano y tantas veces –nunca había notado lo delatores que son los nuevos celulares- y acto seguido esbozó una risita entrecortada, supongo, por el dolor que le provocaban las heridas recientes. También fue al frente sin tapujos y me dijo que quería verme. Báh, me lo exigió. Me puso en una encrucijada para la que no estaba preparado –¿alguna vez lo estuve? ¿alguna vez lo estaré?-: si aun permanece toda vendada no podremos cumplir nuestro cometido, y, como trabajando no estamos, ¿para qué vamos a vernos? ¿Acaso es éste el comienzo de una relación extra-laboral? ¿Acaso esta relación se está extendiendo cual enredadera, avanzando por rincones que no estaban calculados? Por supuesto, yo no tenía el control, así que simplemente accedí. Me dijo que a la mañana siguiente le daban el alta, me dio su dirección y allí fui, sin chistar, sin plan, sin escapatoria, cumpliendo con el destino que alguien se encargó de escribir para mí. Por primera vez tenía una cita con una mujer con la certeza de que no tendríamos sexo, pero con la prometedora sensación de ir reconociendo el terreno.
Pensé en jugar fuerte de entrada. Ni bombones, ni flores: le compré un soutien grande. Mientras iba hacia allí, razoné que la nuestra era una relación nueva como sus pechos, y que eran ellos los que la sostenían. Me pareció un divertido corolario que justificaba simpáticamente el regalo. Repasé mentalmente dos o tres temas para iniciar una conversación en caso de necesitarlo. Tenía miedo de aburrirme, de aburrirla, de comprometerme inútilmente, y por último, de dilapidar lo construído hasta aquí.
Me recibió algo demacrada a pesar de la pintura, muy sonriente a pesar del cansancio, muy poco vestida a pesar de las vendas. Caminaba lento. Tenía un short muy pequeño, que estilizaba sus piernas y marcaba su figura. Una camisola transparente, cerrada con sólo un botón, dejaba ver las vendas. Se sentó en un sillón de dos cuerpos mullidos y con unos golpecitos me indicó que me sentara a su lado. Yo seguía parado con mi caja de regalo en la mano. Dudé, otra vez, sobre la naturaleza de mi obsequio. Hice un esfuerzo por recordar las frases que había ensayado para la ocasión, que me habían parecido brillantes, y noté que ahora me parecían opacas, vacías, torpes. De todos modos las dije, porque soy muy malo improvisando. Ella aceptó tanto el regalo como mis excusas, exagerando benévolamente la ocurrencia. Volvió a ofrecer su risita post-operatoria, es decir, entrecortada y dolorida. Le queda mejor así.
La charla se encaminó primero por lugares comunes, dobló hasta tocar a algunos compañeros de trabajo –lo que me permitió difundir y descubrir nuevos perfiles de ellos- y finalmente tomó la recta que tenía como meta un triángulo ineludible: ella, yo, nosotros.
Me sorprendí en más de una oportunidad intentando racionalizar una conversación que se había vuelto agradable y amena. Por momentos, pensaba que no debía disfrutar demasiado todo eso, porque la idea no era ni enamorarme ni acercarme siquiera sentimentalmente a ella. Pero las emociones a veces afloran a pesar de uno, las horas pasaban, y la sensación de bienestar mutua pronto me hicieron olvidar todo.
Comimos, vimos una película por cable –sólo recuerdo que era blanco y negro-, y seguimos conversando. Cerca de las seis de la mañana, me despedí –era la madrugada del lunes- para ir a mi casa a cambiarme para ir al trabajo. Me dio un beso húmedo, natural, muy dulce. Nada más que eso. Otra vez me quedé sin respuestas, por lo que simplemente me fui. “Llamame” alcanzó a decir antes de cerrar la puerta. El beso me duró todo el día. Sentía en el cuerpo esa melosa ensoñación que provoca la falta de descanso y el pensamiento constante en una mujer.
La llamé al llegar a casa. Me atendió con un tono de voz que denotaba confianza. Esa confianza que se tienen las personas que se conocen mucho, desde hace mucho tiempo. Si bien es cierto que hace mucho tiempo que nos conocemos –nos vemos todos los días desde hace 5 años-, no es menos cierto que conocerse es otra cosa.
Yo tenía miedo de romper el hechizo con un nuevo encuentro. Quería disfrutar aún el recuerdo de lo vivido la noche anterior. Ella no, así que nos vimos unas horas después. Yo seguía sin dormir, pero por sugerencia de ella, me llevé un bolsito con ropa para cambiarme. Me pareció buena la idea, pensando que tal vez podría descansar unas horas. No fue así, apenas si tuve tiempo de ducharme antes de salir hacia el trabajo. Otra vez nos pasamos la noche conversando. Otra vez no hubo más caricias que las verbales. Otra vez me despidió con un dulce beso en los labios. Y la nueva rutina se repitió durante una semana, durmiendo muy poco: charla profunda sin contacto físico.
Llegó el día en que le quitarían las vendas o los puntos, en fin: el día esperado. No quiso que la acompañe, así que la esperé en su casa. Preparé algo para comer, adorné torpemente la mesa, puse velas –cursi, sí, pero siempre efectivo-, busqué música, fabriqué el clima. El día había llegado y ya no quedaban dudas. No había incertidumbre, aunque sí emoción. Me parecía que ésta Laura, con la que compartí tantas horas en los últimos días, no se parecía en nada a la Laura que he visto de Lunes a Viernes durante 5 años. En realidad, sí se parecía en algo: ambas Lauras representaban la misma fantasía sexual.
Llegó visiblemente emocionada. Me abrazó fuerte. Me besó salvajemente. Sin dejarme reaccionar (y van…) sus movimientos me esclavizaron. Estaba absolutamente a su merced. No logró ver la mesa, ni reparar en la música. No pude preguntarle cómo le había ido. Me sacó la camisa. Me sentó de un empujón en el sillón. Se desabotonó lentamente la blusa y me mostró el soutien que le había regalado. Lo llenaba con elegancia y generosidad. Se sacó la blusa…
Nunca logré recuperarme de ese momento. Aun hoy, cuando lo rememoro, siento la misma repulsión. Es más fuerte que yo. No sé si le quedaron bien o mal. No sé que se siente al tocarlas. No llegué a verlas sin sujetador. Lo que sí pude ver fueron sus axilas. Sin depilar. Desde hace tiempo. Casi como una elección de vida, un “no me depilo más”. La imagen desmoronó meses de fantasías. Hizo trizas cualquier atisbo de excitación sexual. Redireccionó todo el torrente sanguíneo hacia el estómago, con fuertes náuseas. Intenté ser cortés. Intenté no pensar en ello en virtud de los buenos momento vividos. Intenté pensar en las europeas que no se depilan. Intenté dejarle la blusa puesta. Pero todo fue inútil. Mis retinas entregaban una y otra vez la imagen de sus axilas peludas cual flashbacks de película de terror. La desazón nos ganó a ambos. En nuestras miradas se podía adivinar el final irreversible. Nunca más volvimos a hablar fuera de la oficina. Sé que sigue usando el corpiño que le regalé. En la despedida, me miró con una mueca triste. No hubo lugar para su risita encantadora. Me despedí de ella dándole un beso en la frente.

27 de diciembre de 2004

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