miércoles, 30 de octubre de 2013

Ensayo

Tengo que ensayarlo todo. Palabra por palabra. Las comas, los tonos, las inflexiones de la voz, la postura y hasta la disposición de los ojos. Ensayar una y otra vez. Corregir errores y volver a ensayar. Y bañarlo todo de naturalidad. De improvisación, de estudiado descuido. Para no fallar, tengo que estar preparado. No voy a juicio oral, pero hablar con vos es de alguna manera una forma de sentarme en el banquillo: tu reacción paranoica siempre me acusa de crímenes que no cometí.

Leer Completo


miércoles, 28 de agosto de 2013

Ni una sola palabra de amor


Llegó desde el frío exterior, por eso hizo ese gesto de confort al ingresar al cálido recinto. 
Se acercó a la mesa que estaba delante mío y miró dulcemente a los ojos al hombre que allí aguardaba. Él la miró y sonrió. Ella dudó un breve instante, pero luego, decidida, buscó su boca para besarlo de pie. Él se sorprendió con mucho gusto y permanecieron así unos largos segundos, labio contra labio. Ella sonrió satisfecha y se sentó frente a él. Se miraron unos minutos más antes de llamar al mozo. Parecía, desde mi perspectiva, que ambos esperaban este encuentro desde hace tiempo. La mirada de ambos los abrazaba sin tocarse. Él hizo un gesto sutil, ella sonrió francamente. Movió sus labios con dulzura e hizo un gesto suave con los dedos. Él devolvió con otro ademán que la hizo volver a sonreír. La mujer, sordomuda, expresaba su amor con todo su ser, indisimulablemente. Con el amor a flor de piel gritaban con gestos su amor a la vista de todos. 

Leer Completo


Lectura

Se puso a leer. 
Mejor, así puedo mirarla más tiempo. 
Sentada en la mesa que está frente a la mía la mujer exhibe su belleza con desparpajo y sin prejuicio. Parece estar estudiando algo, tiene unas fotocopias que pinta con resaltador rosa. 
Un ligero movimiento de su mano izquierda deja al desnudo una verdad que me defrauda: lleva alianza, de oro; un anillo delgado decorando el dedo pero también poniéndole un freno a mis impulsos. Su belleza quedará por siempre en esta sensación agradable y placentera. 
Hasta aquí llegó mi amor.

Leer Completo


Corazonada

Fulminante.

Fue una corazonada.
Yo le entregué el corazón. Y ella, nada.

Leer Completo


viernes, 2 de agosto de 2013

Desgarro

Los viernes a la mañana de las semanas impares cuando se bajan del auto para entrar a la escuela y sé que a la noche no vendrán a casa, ni a la noche siguiente como tampoco las próximas siete noches, no puedo evitar el abismo en el pecho ni dejar de sentir un desgarro en el alma. Debería ir haciéndose callo, debería dejar de doler. Pero duele.

Leer Completo


domingo, 27 de enero de 2013

Prejuicios

Estoy asesinado prejuicios en la madrugada. 
Ellos acometen al anochecer, cuando por fin llego vencido a la cama. Antes de poder despejar los fantasmas y entregarme al sueño, los prejuicios llegan canturreando sus profecías inquietantes buscando demoler cualquier viso de placer. Enturbian los sentimientos, confunden con lugares comunes e intentan salir victoriosos en trifulcas dialécticas sobre el ser y el deber ser. 
Ya aprendí. Los espero tranquilo pero atento, decidido, con ese poder de fuego que sólo otorgan la pasión y el deseo; los enfrento, sin siquiera discutir y los asesino uno a uno. 
Entonces sí, el sueño abraza mi cuerpo y la felicidad retorna con su dulce calma.

Leer Completo


martes, 1 de abril de 2008

Ruth.

La primera conversación con Ruth fue breve, agradable y efectiva.

La llamé porque un amigo me lo había propuesto y ella, al escuchar mi nombre, accedió rápidamente a conocerme. Después me enteraría que a ella también le habían hablado mucho de mí porque casi no tuve que presentarme.

La pasé a buscar por el parque Lezama. Vestía una minifalda muy sexy y una remerita ajustada. Realmente se la veía atractiva y casi no podía creer de mi suerte


Al subir al auto se produjo una de esas escenas típicas de estos encuentros: casi ningún tema de conversación más allá de nuestro amigo en común, ninguna preferencia por el lugar adónde ir, en fin, los dos medíamos al otro antes de tomar una decisión.

Ella propuso primero.
-¿Qué te parece si vamos acá nomás a San Telmo? Hay unos barcitos copados en Plaza Dorrego, tomamos algo ahí y después cualquier cosa podemos ir al telo de Estados Unidos y Humberto Primo.
Supongo que no pude contener la sensación de sorpresa, porque ella hizo un gesto elocuente. No logré articular ninguna palabra, pero Ruth sí.
-¿Qué? ¡Ya sé! ¿Te sorprende mi sinceridad? ¿O acaso me vas a decir que ni siquiera se te había ocurrido? ¡Vamos, ya somos grandes!
-No, no es eso. Báh, la verdad, no sé qué decir.
-Entonces no digas nada. Dale, arrancá.

Y arranqué, porque literalmente me había quedado parado, inmóvil. Me resultó más que extraña su forma de hablar, pero me propuse darle otra oportunidad.
Llegamos a unos de los pubs que tienen mesitas en la plaza y nos ubicamos cerca de un árbol. Era una tarde primaveral muy armoniosa, el sol caía lentamente y teñía el cielo de violetas y lilas que se dejaban ver a pesar de los árboles. Comenzaba a soplar una brisa tenue, que traía más alivio que fresco, aunque bien sabemos que las mujeres suelen desequilibrarse rápidamente y pasar del calor extremo a tiritar sin escalas. Ruth eligió la mesa y tomó la carta. Todo en ella era muy resuelto y decidido. Sonreía; sonreía todo el tiempo y su sonrisa era hermosa, de dientes blancos, amplia, reconfortante. Sus ojos eran grandes y redondos, de un castaño muy claro y un brillo vivaz. El pelo le caía en bucles largos sobre la frente, y luego rebajado hacia los costados, terminando casi en punta por detrás. Ella pasaba un mechón frecuentemente por detrás de la oreja, o tiraba todo su pelo hacia un costado por delante de su hombro. Todos los movimientos parecían cuidadosamente descuidados, como si supiera que eso generaba una corriente de atracción. Se sentó con la espalda rígida, bien derecha, sin usar el respaldo, casi en el borde del asiento. Sus pechos se recortaban espléndidos en el contorno de su figura. Se cruzó de piernas y la pequeña pollera que llevaba puesta se afianzó más a su silueta. Sí, estaba buenísima. Observándola, me recriminaba a mí mismo porque tenía ese sabor amargo producto de la escena que vivimos en el auto. Al fin y al cabo la intención de ese encuentro era conocerla, pero en el fondo ambos sabíamos que tener sexo ese mismo día era una posibilidad, una fantasía factible.
-¿Pedimos clericó? –consultó, pero estaba claro que no toleraría un “no” como respuesta. No la defraudé y accedí. La mesera se llevó nuestro pedido y quedamos otra vez con nuestra conversación virgen a cuestas.
-Bueno, para romper el hielo y sacarnos de encima rápidamente los temas más banales que se suelen dar en este tipo de conversaciones, te cuento: tengo 27 años, soy soltera, vivo sola, soy diseñadora de ropa, odio la música tipo Luis Miguel o Ricky Martin, aunque tampoco me va Metálica o AC/DC; más bien escucho música tranqui, nacionales, latinos, pero no lo meloso o tribunero; me gusta leer sobre todo revistas artísticas, soy cero tecnología aunque estoy todo el día con la compu, no sé manejar, mis viejos están separados y vueltos a juntar cada uno con su pareja y está bien que así sea, porque ahora son mucho más felices y hasta se llevan bien, soy cero histérica –dijo haciendo hincapié en las palabras "cero" e "histérica" y me clavó los ojos e hizo una pausa-: pero cero en serio, ¿eh?, si me gusta alguien y hay química voy al frente, no me importa el qué dirán, no la voy con eso, y si querés saber alguna cosita un poco más íntima, te podría contar…no sé, que el tamaño no me importa, ¿me entendés, no? –agregó guiñando un ojo cómplice-, que soy multiorgásmica, muy mimosa y juguetona, y…
-¡Bueno, por favor! ¡Pará un poquito! –casi grité, aunque no quería hacerlo.
-Ay, disculpame, estoy hablando mucho, ¿no? –“Demasiado” pensé. Lo que me molestaba no era la locuacidad, aunque no podía precisar exactamente qué era.
-No, está bien, disculpame vos.
-No, por favor. Contame algo vos. Báh, si querés, no sé, ¿o preferís hablar de otra cosa? –dijo y me miró con dulzura. Ni siquiera parecía molesta. Le corté en seco su monólogo de presentación o guía rápida de conocimiento y ni siquiera había muestras de fastidio. Eso mejoró súbitamente mi ánimo: estaba ante la presencia de un raro ejemplar femenino que conserva el humor y la predisposición aún en situaciones adversas. Intenté arreglar el exabrupto con unas palabras poco convincentes que ella aceptó, otra vez, de buen grado, y la mesera se hizo presente para salvarme de una situación que era incómoda solamente para mí.

Una vez que la mesera se retiró dejando la jarra y los vasos, ella propuso un brindis por este primer encuentro. La tensión se había ido definitivamente después de dos o tres vasos de clericó, y la conversación había ingresado en un terreno de afabilidad natural. Ella hablabla casi en exceso, pero escuchaba mis comentarios con muchísimo interés, al punto tal que hasta llegué a pensar maliciosamente que me estaba cargando. Pero no. Ruth ponía de verdad mucha atención en mi charla, aportaba comentarios realmente atinados y no me interrumpía. La confianza fue dando paso a la intimidad. Los diálogos comenzaron a espaciarse más no por falta de tema de conversación, sino porque nos quedábamos mirándonos.

-¿En qué estás pensando?
-En nada –mentí.
-Yo estaba pensando en que estás bueno.
-¿Cómo? –otra vez me sorprendo exclamando cosas que debí moderar o callar.
-Eso. Pensaba, mientras te miraba, que estás bueno. Te miro los labios, cómo se te afinan cuando hablás, cómo se te inclinan hacia la izquierda cuando te asoma una sonrisa, y me preguntaba si faltaría mucho para que me beses.
-No lo sé.
-Ojalá lo averigües pronto, porque yo no doy más. Además…-no pudo continuar porque la interrumpí con un beso. Ella introdujo su lengua dentro de mi boca casi como una violación, la metió unos segundos antes de que nuestros labios se tocaran. Fue un exabrupto que sin embargo me resultó agradable. El beso se extendió unos segundos más, acariciándonos con las lenguas, rozando los labios suavemente hacia los costados, y finalmente concluyó con tres besos lentos, con la boca cerrada y los ojos abriéndose cansinamente. Separamos nuestras bocas y tras un breve silencio, decidí pasar esta vez yo al ataque.
-¿Dónde quedaba el telo?
-A dos cuadras de acá. Paguemos que te indico el camino. ¿Querés ir caminando?

Fuimos en auto. El franeleo dentro del vehículo puso todo a punto caramelo, así que entramos a la habitación hechos un manojo de brazos, caricias, ronroneos y besos. No hubo tiempo suficiente para desfilar en ropa interior y en unos pocos segundos pasamos de las palabras a los hechos. Ruth me había parecido hermosa con la ropa, exquisita con su bikini de algodón y encaje y perfecta cuando estuvo completamente desnuda. La vista siempre juega un rol principal en el juego sexual. Definitivamente ella logró que se jueguen todos los boletos en ese sentido, porque no era simplemente bella, sino que también despedía una carga de sensualidad que nunca antes había experimentado con mujer alguna. No necesité pensar en nada; no podía hacerlo: el volcán de su fuego me envolvía frenéticamente y generaba una adicción in crescendo que no podía detener aunque quisiera.

No recuerdo cuántas horas estuvimos en ese éxtasis de sudor, ejercicio y orgasmos, pero sé que nos quedamos dormidos cerca del mediodía. Al cabo una jornada entera en perfecta comunión nos despedimos cuando la dejé en la casa.

-¿Cuántos días voy a tener que esperar hasta que me llames de nuevo? -me dijo desabrochándose el cinturón de seguridad para bajarse del auto.
-¿Cuántos querés esperar?
-Ninguno.
-Bueno, dormite unas horas que te llamo en un rato.
-Si no pasamos esta noche juntos otra vez voy a pensar que sólo me querías para eso.
-¿Para qué?
-Para tomar clericó -cerró su humorada con un beso sonoro y la sonrisa que ya formaba parte de mi top ten de imágenes que quería seguir viendo.

Volví en un estado de felicidad inusual, con esa rara sensación de estar caminando entre algodones a muchos metros del suelo real. No podía decodificar todo lo que había vivido ese día, desde que la pasé a buscar por el parque hasta que la dejé en la puerta de su casa. Entre sinsabores extraños provocados por situaciones incómodas y placeres no menos extraños provocados por una química dulcemente inexplicable, decidí que el saldo era altamente positivo y comencé un romance con Ruth casi sin posibilidades rehusarme.

Los siguientes encuentros con Ruth tuvieron más de lo mismo: una relación carnal de un voltaje excepcionalmente alto y una serie de conversaciones desaforadas que tenían siempre como protagonista discursiva a ella y coprotagonista de sorpresas a un servidor. Yo no podía dejar de exclamar en voz alta ante sus intimidades del más grueso calibre ni aún proponiéndomelo. Era una experiencia muy frustrante porque temía que mi relación con ella se debilitara con cada uno de estos encontronazos. Sin embargo, ella no demostraba en ningún momento fastidio por mis reacciones y hasta parecía provocarlas para divertirse.

Pero con el tiempo fui yo el que empezó a sentir que así no podíamos seguir. Los encuentros con Ruth carecían de sorpresa. A pesar de su figura espléndida, de su carácter siempre afable, de su conmovedora sensualidad y de su excitante inteligencia, había algo que inhibía todas estas ventajas, desbalanceando la relación hacia lo negativo: con Ruth nunca sentí el cosquilleo nervioso que se produce al encontrarte con tu novia sin saber si ese día habrá sexo, esa pequeña tensión que implica armar la jugada, pensar la estrategia, llevar a cabo el plan, improvisar sobre la marcha cuando se presentan dificultades y no tener hasta el final la certeza de obtener la victoria. ¡Estoy hablando de conquistarla! ¡De seducirla! La falta de sorpresa decepcionaba porque no había forma de jugar. Era como tomar entusiasmado un libro de suspenso y que te cuenten el final antes de terminar de leer el título.

Me fue ganando el desgano y comprendí que necesitaba la chispa de la incertidumbre para mantener viva la relación. Me di cuenta al fin que el amor necesita una única certeza: saber que al día siguiente voy a tener que volver a esforzarme para conquistarla y lograr, una vez más, que me elija.

Leer Completo


martes, 8 de enero de 2008

Memoriales.

Cuando la perdí, creí que ya no podría seguir viviendo. El dolor era como una piel venenosa que se apoderaba de todo mi cuerpo. Me costaba respirar entre sollozo y sollozo, y se me hacía realmente dificultoso ocupar mis pensamientos en otra cosa que no fuera su adiós.

Enfermé gravemente y estuve al borde del desquicio. Entonces, no temía enloquecer sino seguir viviendo con este recuerdo imperturbable a cuestas.

En el momento más álgido de mi delirio tuve una aparición. Era una mujer de contornos difusos que parecía iluminada desde atrás por un potente reflector. Me ofreció el olvido: el olvido como remedio a todos mis males. La escuché y creí que finalmente había enloquecido, pero acepté la dádiva para terminar con el martirio que me aquejaba. Me advirtió alguna contraindicación pero le supliqué que lo hiciera, que nada podría ser peor que lo que sentía en ese momento.

La mujer se acercó suavemente y me susurró algo al oído, como una especie de rezo u oración ininteligible. Sentí un profundo vahído y me desplomé.

En esa posición desperté un tiempo después, con la extraña sensación de haber renacido, como si me hubiera salvado de un accidente fatal. Me sentía límpido y venturoso.

Hoy, mientras regreso a casa con mi familia en el auto, mientras mis hijos cantan canciones desde el asiento trasero y mi mujer me toma la mano mientras conduzco, ahora mismo –y podría jurarlo-, intento averiguar si soy feliz, pero no lo sé. No puedo recordarlo.

Leer Completo


lunes, 10 de diciembre de 2007


4. EL BUEN TIEMPO

Virginia y Alex siempre la pasan bien juntos. Hay algo mágico en sus encuentros. Ella siempre se lamenta de lo rápido que pasa el tiempo cuando está a su lado. Él siempre asiente y reafirma: el tiempo pasa inusualmente veloz.
Los encuentros fueron complicándose con el correr de los meses. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más rápido se aceleraban las horas. Lo curioso, además, es que sólo les pasaba a ellos dos. La gente vivía su tiempo con normalidad. Fue así que Alex comenzó a encontrarle canas a Virginia, al tiempo que a él mismo comenzaba a caérsele el pelo. Todo en una misma tarde. O aquél fin de semana que pasaron juntos en una playa de Costa del Este, en la que terminaron agotados no ya por la intensa actividad física, sino por los vaivenes de una salud que empezaba a resquebrajarse. Lucían y se sentían como septuagenarios. Virginia no lo soportó más y decidió terminar con la relación. No toleraba verse tan avejentada, sobre todo cuando salía con sus amigas, que aún conservaban la figura de los 20 años. Alex intentó persuadirla, pero la vejez prematura de Virginia no era negociable. Ella lo olvidó rápidamente, y tan rápido como se deshizo de él volvió a la lozanía de sus 23 años. Él nunca superó el abandono y se quedó reviviendo una y otra vez los dulces momentos compartidos con Virginia. Murió de viejo, a los 25 años, seis meses después de conocerla. Sin lamentarse ni arrepentirse de nada, su último pensamiento lo dedicó a su amada y a una reflexión que no escapa del lugar común: cuando uno disfruta a pleno, la vida pasa muy rápido.



6. EL BUEN LIBRO

Confieso que lo tomé de la biblioteca más por su tamaño que por su contenido. De hecho, seleccioné su forma y su color sin siquera intentar leerlo. Necesitaba algo, no sabía qué y agarré el libro de tapas duras en cuero, con letras doradas y un curioso dibujo fucsia y lila.
Lo apreté contra mi pecho, y lo mantuve así un rato largo. Me aferré a él. Mientras permanecía en esa posición, comencé a divagar. La somnolencia vencía a mi vigilia, endulzándola con imágenes de mi niñez. Imágenes que no recordaba.
Sin embargo, las reviví con una intensidad tan fuerte, que al despertar perdí el conocimiento.
Me costó recordar lo que había visto mientras estuve en esa extraña trampa de melancolía y tiempos idos.
Unos días después, volví a buscar el libro. Se encontraba en la misma posición, en el mismo estante. Repetí la operación. Tomé el libro sin siquiera intentar abrirlo, lo abracé contra mi pecho con fuerza y el viaje comenzó otra vez. Es increíble la cantidad de buenos recuerdos que uno almacena casi sin saberlo. Esos recuerdos están allí, esperando que los desempolvemos, para ofrecernos todo su agradable repertorio de lugares ya visitados y entrañables.
Cuando los recuerdos cesaron y desperté, volví a desmayarme.
Este procedimiento lo repetí durante meses, cada vez con mayor frecuencia. Seguía sorprendiéndome la cantidad de momentos que no recordaba y se aparecían mágicamente cuando tenía el libro. Con el tiempo, además, descubrí que no volvían a aparecer esos momentos agradables. No se repetían los recuerdos. Eran siempre distintos. Pero también, eran cada vez más recientes. Los recuerdos de los primeros días se borraron de mi mente, como si una vez rescatados del olvido, se eliminaran para siempre de mí. A pesar de saber esto, no podía evitar seguir tomando el libro entre mis brazos. Así, todos mis recuerdos agradables desaparecieron. Me quedé sin momentos bellos para recordar.
Ahora, cada vez que tomo el libro, el único recuerdo agradable que vivencio es la vez anterior que tomé el libro.

Leer Completo


jueves, 31 de mayo de 2007

Nizche (la vuelta al perro).

A regañadientes, le puse la correa a Nizche -nuestro perrito-, me puse mi abrigo y enfilé hacia la calle. Otra vez perdí y me toca pasearlo. Mi familia y yo, cada noche, libramos al azar la tediosa tarea de sacar a Nizche. Yo nunca voté por tener un perro (ni ningún otro tipo de mascota), pero en una negociación familiar he cedido a la adopción del pichicho, ya que eso me permitía adquirir una computadora.

De más está decir que no fue negocio: la computadora ya no sirve, y el muy sinvergüenza del can sigue vivito y coleando, grandote, insufrible. Ahora que tengo que cambiar la compu, se viene otra negociación en ciernes, que puede traer graves perjuicios al ecosistema de nuestro hogar: nuestra pequeña hija insiste en la adquisición de una parejita de conejos que el veterinario del barrio puso en oferta. ¡Conejos! ¡En pareja! ¡Ni enviando las crías adjuntas en un spam a todos mis contactos del Outlook voy a poder deshacerme de ellas! No es una negociación justa: comprar un arsenal de computadoras como para poner un ciber-café ni siquiera le empata al hecho de tener conejos, en pareja, en mi casa. No, no, no. Tendré que sacar conejos yo de la galera, si me permiten la alegoría, para poder comprarme la compu sin ceder.
La cuestión es que salí con un frío aterrador y una garúa pertinaz, deseando que Nizche consiga rápidamente descargar sus esfínteres así podía volver a casa. Sufro mucho el frío, odio la llovizna y hoy daban una de Luis Sandrini por Volver que no me quería perder. El circuito del paseo es siempre el mismo, puesto que no lo inventé yo sino el animal. Hacemos dos cuadras derecho por Luis María Drago, bordeamos el Parque Centenario y volvemos. No acostumbro a llevar paraguas para estas ocasiones, porque entre el viento que lo embolsa y lo da vuelta, y el perro que me tironea hacia adelante, me la paso haciendo equilibrio en una lucha desigual entre fuerzas de la naturaleza de distinta índole.
Hicimos las dos cuadras de rigor y llegamos al parque. En ese momento, un rayo iluminó el cielo durante algunos segundos y acto seguido descargó un estremecedor trueno, acompañado de un inoportuno corte de luz, una brusca caída de la temperatura y una lluvia colosal. Me empapé, parado en una esquina del parque, a varios metros de distancia de algún tipo de protección. Nizche, cagón como todos los perros, insistía en salir corriendo hacia vaya a saber dónde, espantado por los rayos, los truenos y el corte de luz. Aunque en su defensa podría decir que es cierto que el parque, en penumbras, da miedo.
El cielo tenía esa claridad rosada que dan las tormentas por las noches, que transforman en figuras tenebrosas a cualquier objeto. Los rayos develaban que esos monstruos fastuosos no eran más que árboles, bancos de plaza o letreros, pero los truenos posteriores producían escalofríos y unas ganas terribles de llegar a casa.
Justo antes de comenzar a correr, un paraguas me cubrió la cabeza. Atiné a darme vuelta antes de que su perfume me diera de lleno. Y no lo podía creer. Virginia, una vecina del edificio, compartía su paraguas y nuestra desdicha de paseadores de perros. Ella tenía una perrita, también asustada por el escenario, que curiosamente se llamaba MADBYDM. "¿Es un nombre?", le pregunté. "Más bien es una sigla", aclaró didáctica. "Significa 'Más allá del bien y del mal'". Le puso ese nombre porque estaba leyendo ese libro de Nietzsche. ¡Caramba! Parece que tendremos tema de conversación.
Virginia vivía en el segundo piso del mismo edificio que yo. Pocos datos tenía de ella hasta ese momento: sabía que vivía sola (aunque a veces la veía acompañada), que era abogada y que hace dos años se había atrasado considerablemente en el pago de las expensas, pero ya se había puesto al día.
Ahora que la veía y la olía con total cercanía por primera vez, me daba cuenta de que era realmente hermosa. Sus ojos verde esmeralda, su pelo cobrizo, sus labios gruesos, su suave decir, lograron inquietarme. Tenía una expresión desprejuiciada, que me hizo sentir un viejo aunque le lleve poco menos de diez años. Mi perro y su perra se entretuvieron tanto como nosotros, y esa noche el paseo duró más de lo habitual.
A la noche siguiente hice todo lo que pude para volver a perder la compulsa familiar y sacar a Nizche. Salí ansioso, con un cosquilleo en el estómago que no sentía desde hace muchos años.
Pegué más de tres vueltas al parque, forzando a Nizche a un desgaste al que no estaba acostumbrado. Cuando retomé por Drago con un dejo de tristeza por no haberla encontrado, la ví aproximarse a la rastra de su perrita. Me saludó con un beso en la mejilla por primera vez, con esa naturalidad con la que le salen todas las cosas, y me pidió algo así como disculpas por el horario, como si hubiéramos quedado en volver a vernos la noche anterior. Conversamos de cuestiones superfluas (en realidad yo tiraba temas absolutamente intrascendentes) hasta que se adentró en la intimidad con la desfachatez que tiene la gente joven. Me comentó que un tipo al que definió como retrógrado le hizo no sé qué historia porque ella no se sentía su pareja aunque se hayan acostado unas cuantas veces. Me pidió opinión y rápidamente cambió de tema. Supongo que mi torpe balbuceo iba acompañado de un calor que enrrojecía mi rostro indisimulablemente. En ese momento, me dijo que iba a ser más explícita. Un suave escalofrío subió hasta convertirse en convulsiones. La palabra "explícita", tal como la pronunció, me había abierto varios cerrojos que tenía clausurados. Supongo que influye el hecho de que asocio esa palabra con las películas pornográficas. Y fue explícita nomás. Me dijo que cuando alguien le gusta, "no la caretea". Si le da, le da, valga la redundancia. Se acercó a mí y me dijo sin rodeos que le encantaría tener una aventura con un tipo como yo.
Intenté explicarle mi situación: mi mujer, mis hijos, Nizche (no sé por qué tenía la sensación que el perro se daba cuenta de todo y lo iba a buchonear), y yo mismo, que me avergonzaba a cada paso. Me preguntó si era culpa lo que sentía. Le dije que algo así. Que seguramente el remordimiento no me iba a dejar dormir. Se acercó demasiado a mi rostro, me miró muy suavemente y me dijo una frase de Nietzsche (el filósofo, no mi perro): "El remordimiento es como la mordedura de un perro en una piedra: una tontería."
Acto seguido me besó en la boca. En los dientes. En la lengua. Y me dejó sin palabras, temblando.
No recuerdo cómo, pero llegué a casa con una sensación nueva. Tenía un poco de vergüenza, algo de remordimiento y mucho de adrenalina. Lo miré a Nizche para pedirle que por favor no diga nada -sí, ya sé: le pedí a un perro que no hablara, ¿y qué? ¿nunca se sintieron confundidos?-, para que me diera tiempo para pensar.
Cuando llegó la siguiente noche, el típico jueguito que implementamos para ver quién pasea al perro me tomó con un nerviosismo inusual. Por un lado, quería evitar el paseo, temeroso como estaba de otro encuentro con la perra... Con mi vecina y su perra quise decir. Pero por otro lado, estaba deseando que me tocara a mí y encontrarme con ella aunque sea un gran disparate. El azar dictó su sentencia y yo acaté: me tocó pasear a Nizche.
Cuando le comenté a Virginia esta sensación de que todo era una locura, volvió a responderme con una frase de Nietzsche: "Hay siempre algo de locura en el amor; pero siempre hay algo de razón en la locura."
"Está loca" pensé. Y acto seguido, continué con un "pero tiene razón". La fantasía es tan humana como la culpa, y ni la una ni la otra se pueden detener. Casi sin querer comenzamos una relación informal, con nuestras mascotas como excusa y nuestros cosquilleos como alimento.
Pasaron seis meses así. Nunca nos vimos en otro horario u otro sitio u otra situación que no sea la inicial: paseando perros. Y el parque Centenario fue testigo mudo de horas de conversación animada, de abrazos iluminados por la luna, de besos adolescentes, de sexo no genital. Yo no podía ni pensar en otra forma de amarla. Hasta que ella me lo propuso. Su desparpajo inicial fue tornándose en mesura a medida que abríamos nuestros corazones. Pero se animó y me invitó a su casa. Le dije que no. No porque no lo deseaba. Más bien, todo lo contrario. Lo deseaba tanto, que temía cometer una torpeza. Ella me dijo que lo entendía. Pero volvió a insistir unos días más tarde, y otra vez a la semana, y luego ya no recuerdo cómo ni cuándo, pero ella me estaba desvistiendo con ternura y yo estaba paralizado y sólo atinaba a temblar. Me hizo el amor con suavidad, armonía y lentitud. Me llenó de sensaciones que no conocía o había olvidado. Me cuidó como si fuera ella la persona mayor y yo el adolescente inexperto: aunque en realidad, en este tipo de situaciones sí carecía de experiencia. Me despidió con un mucho calor, apoyando sus labios tibios sobre los míos. En el palier, Nizche me observaba con una mirada que interpreté como ternura. Llegué a casa, me acosté, y no pude dormir. Aunque no dejé de soñar en toda la noche.
La situación se repetía varias veces a la semana, posterior al paseo perruno. El regocijo, la sensación errática de bienestar, culpa, libertad y remordimiento, condimentaba cada minuto junto a Virginia. Ella seguía fresca y decidida y durante el tiempo que duró nuestra relación no hubo objeciones ni reclamos ni reproches. Simplemente, disfrutábamos la compañía que nos propiciábamos.
Al cabo de dos años de encuentros furtivos, Virginia dejó de ir al parque a llevar a su perra. Nunca me animé a tocarle el timbre ni a forzar un encuentro dentro del edificio. Nunca la volví a ver con su perrita. Sí recuerdo haberla visto en el subte, una mañana, charlando animadamente con un muchacho de pelo ensortijado. Me miró de reojo y aguardé un gesto, por más mínimo que sea, para acercarme a ella y saludarla. Ese gesto nunca llegó y me quedé en mi lugar. Llevaba en sus faldas un libro de Sartre.



Leer Completo