sábado, 3 de febrero de 2007

El buen lector.

1. EL BUEN MOZO

Jorge es mozo en un reconocido restaurante de Recoleta. Cuando Jorge cena en su casa -sólo los francos, es decir, unos pocos días al mes- prefiere quedarse sentado, quiere que lo atiendan. Pero su mujer no. Por eso le hizo hace poco una escena melodramática, que incluyó reproches ideológicos (lo acusó de "machista empedernido") y toda clase de exageraciones propias de una rencilla de índole doméstica. Aunque Jorge no podía creer lo que estaba pasando, prefirió no incluírse en esa discusión bizantina y se dejó avasallar -una vez más-, atendiendo los reclamos de Marta. Ahora, también en sus francos, Jorge prepara la mesa, la sirve y la retira, además de sentarse a comer y compartir "un poco una cena, una vez que está en casa". Evitar la discusión es, para Jorge, su mejor propina.


2. EL BUEN SAMARITANO


Esteban se propuso hace un tiempo ser gentil con las mujeres mayores. No muy mayores, ni muy gentil. Su estrategia consiste en piropearlas. Esteban tiene 25 años, y las víctimas de sus zalamerías más de 50. Pero él las trata como si fueran chicas de 18 o 20. Su blanco preferido es a la salida de la peluquería. Cuando engancha a alguna que sale estrenando corte, tintura o ambas cosas -y a las mujeres se les nota a diez cuadras a la redonda- las empieza a halagar con falsas promesas de amor y deseo. Si ve que ellas aceptan el convite, salta a un nivel superior, y sus palabras toman el inconfundible camino de lo sexual. Por parte de ellas no faltaron propuestas de todo tipo: fingidas ofensas, exageradas alusiones a la edad y hasta regalos en efectivo. Sin embargo, Esteban siempre tuvo muy en claro hasta dónde avanzar. Para él, el regocijo de las mujeres ante su accionar, el hacerlas sentir deseadas, es equivalente a ayudar a cruzar la calle a un ciego. Y cuando lo consigue, con rigurosa pulcritud, lo anota en su diario íntimo y es capaz de dormir toda la noche en la misma posición y con esa sonrisa abierta y relajada que sólo asoma con la satisfacción del deber cumplido.


3. EL BUEN VIVIR


Mariano tiene dos mujeres. Las dos lo aman aunque por razones muy distintas.

Raquel siente un irrefrenable embelesamiento cada vez que conversa con él. Está profundamente enamorada de su inteligencia. Sabe que es infiel, y lo odia por eso. Pero no puede planteárselo porque cuando Mariano habla -no para convencerla, no para ilusionarla, simplemente cuando habla- ella se entrega entera al placer de escucharlo. Y lo mira y admira con ojos melosos de gata en celo. Y lo disfruta. Y se olvida que lo odiaba.

María Elena sostiene que nunca conoció a una persona más bondadosa que Mariano. Suele decir que la genuina bonhomía de su amado es tan inmensa, tan profunda, que contagia. Y en ese contagio sin remedio, ella se vuelve más buena también. Por eso es que le perdona sus escapadas. Porque seguramente tendrá motivos que su corazón bienhechor no pudo acallar.

Una tarde gris de enero, cuando el cielo presagiaba una no menos temida que añorada tormenta de verano, Raquel y María Elena se encontraron. Habían urdido aquella reunión para forzar a Mariano a decidirse por una de ellas. Solas, cada una por su lado, habían fracasado una y otra vez. Le echaban la culpa al amor que sentían por él, pero también sabían que no tolerarían una respuesta negativa en la intimidad.

El plan era simple. Mariano debía elegir a una de ellas, sólo a una: nunca se plantearon siquiera que él deje a ambas o, incluso, que tenga más amantes. La elegida se quedará con el hombre, y la derrotada se retirará sin alboroto, sin reclamos, sin despecho.

Mariano llegó a la cita con gran aplomo. Se sentó en la silla que las mujeres tenían prevista para él, en el centro de la habitación. Ellas se ubicaron en sendos sillones que equidistaban de la silla. Pretendieron sin éxito mostrarse amables y adultas. María Elena fue quien le explicó a Mariano la razón de la reunión. Le exigió sinceridad y pragmatismo en la respuesta, para evitar el melodrama.
Mariano miró atentamente a las dos e intentó un alegato. Raquel le pidió que simplemente dijera con cuál de las dos se quería quedar. Mariano extendió los brazos e intentó tomar las manos de las mujeres, que se lo negaron. Entonces puso su mejor cara, entonó su voz más dulce y acicaló su mirada para decirles que las amaba a las dos.

María Elena y Raquel, sin habérselo propuesto, descubrieron que tenían muchas más cosas en común. Ambas, con la rapidez nerviosa que la situación exigía, sacaron un arma y apuntaron a Mariano.

Raquel intentó persuadir a María Elena, sin dejar de apuntarlo, diciéndole que él decía esas cosas porque pensaba que así ninguna de las dos saldría lastimada. María Elena le retrucó, también sin dejar de apuntarlo, que sabía perfectamente que la bondad de Mariano no toleraría herirla, y por eso él decía eso cuando en realidad estaba claro que se quería quedar con ella.

Las mujeres comenzaron a levantar el tono de voz, y Mariano perdió la calma. Acaso vislumbró que no era una sino dos las mujeres armadas que lo apuntaban, acaso comprendió que una mujer enfurecida es peligrosa, pero dos son impredecibles. O simplemente, presintió el final de la historia.

Intentó persuadirlas diciendo que lo mejor era que todo siga como hasta ahora, pero ya no fue posible.

María Elena y Raquel no soportaron la decisión (¿indecisión?) de Mariano y dispararon al unísono. El cuerpo estremecido y húmedo de Mariano cayó hacia atrás sin vida. Las mujeres, casi por reflejo, dejaron caer las armas. La sangre comenzaba a diseminarse por la habitación. Mariano murió de un balazo en la cabeza -salido del arma de María Elena- y otro en el corazón -despachado por el arma de Raquel.
Afuera llovía torrencialmente. Las mujeres caminaban sin prisa, repitiendo en voz baja como en una oración religiosa: "Tranquila. Tengo que estar tranquila porque yo no maté a mi Mariano sino a SU Mariano".


4. EL BUEN TIEMPO (*)


Virginia y Alex siempre la pasan bien juntos. Hay algo mágico en sus encuentros. Ella siempre se lamenta de lo rápido que pasa el tiempo cuando está a su lado. Él siempre asiente y reafirma: el tiempo pasa inusualmente veloz.
Los encuentros fueron complicándose con el correr de los meses. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más rápido se aceleraban las horas. Lo curioso, además, es que sólo les pasaba a ellos dos. La gente vivía su tiempo con normalidad. Fue así que Alex comenzó a encontrarle canas a Virginia, al tiempo que a él mismo comenzaba a caérsele el pelo. Todo en una misma tarde. O aquél fin de semana que pasaron juntos en una playa de Costa del Este, en la que terminaron agotados no ya por la intensa actividad física, sino por los vaivenes de una salud que empezaba a resquebrajarse. Lucían y se sentían como septuagenarios. Virginia no lo soportó más y decidió terminar con la relación. No toleraba verse tan avejentada, sobre todo cuando salía con sus amigas, que aún conservaban la figura de los 20 años. Alex intentó persuadirla, pero la vejez prematura de Virginia no era negociable. Ella lo olvidó rápidamente, y tan rápido como se deshizo de él volvió a la lozanía de sus 23 años. Él nunca superó el abandono y se quedó reviviendo una y otra vez los dulces momentos compartidos con Virginia. Murió de viejo, a los 25 años, seis meses después de conocerla. Sin lamentarse ni arrepentirse de nada, su último pensamiento lo dedicó a su amada y a una reflexión que no escapa del lugar común: cuando uno disfruta a pleno, la vida pasa muy rápido.


5. EL BUEN ENTENDEDOR

Cuando la conoció sintió un gran alivio, la sensación de haber encontrado el mapa, de tener por fin los planos de la vida. Ella se cruzó en su camino y él sintió que ahora sí podía empezar a relajarse, a disfrutar. Su vida tomaba la forma esperada.
Después de un tiempo prudencial, se casó con ella. Después de un tiempo prudencial, tuvieron una hija. La vida andaba por los carriles que tenía que tener, hasta que descarriló. El tiempo ya no fue tan prudente y comenzaron los roces. Y el sueño se desdibujaba lentamente, mientras él prefería ignorarlo. Sintió que la confusión apuraba las cosas y que lo que necesitaban era ni más ni menos que tiempo. Tiempo para acallar los gritos, las discusiones, la soledad compartida. Tiempo para enfocar todo lo que se nublaba. Pero el tiempo corría en la dirección incorrecta. Le aceleraba las decisiones. Lo destrozaba contra la pared. Se separaron. O mejor dicho: ella se separó, él intentó hacerlo. Pero perdió el rumbo. Y aquélla sensación de alivio del principio, se transformó en un complejo mecanismo de nervios y descontrol. Comenzaron los gritos desaforados, los llantos reprimidos, la tos en la penumbra de la noche, las pastillas recetadas, los kilos perdidos, los tirones del corazón. La pena lo fue ganando, convirtiendo en obsesión todo el desamor recibido a cambio del amor entregado. Murió una madrugada de junio, inesperadamente, horas antes de una reunión en la que iba a celebrar que ya la había olvidado, (aunque nadie iba a creerle). Los médicos dijeron que le falló el corazón y tenían razón, aunque a destiempo: no le falló el corazón esa noche, sino el día que se enamoró de ella.


6. EL BUEN LIBRO (*)

Confieso que lo tomé de la biblioteca más por su tamaño que por su contenido. De hecho, seleccioné su forma y su color sin siquera intentar leerlo. Necesitaba algo, no sabía qué y agarré el libro de tapas duras en cuero, con letras doradas y un curioso dibujo fucsia y lila.
Lo apreté contra mi pecho, y lo mantuve así un rato largo. Me aferré a él. Mientras permanecía en esa posición, comencé a divagar. La somnolencia vencía a mi vigilia, endulzándola con imágenes de mi niñez. Imágenes que no recordaba.
Sin embargo, las reviví con una intensidad tan fuerte, que al despertar perdí el conocimiento.
Me costó recordar lo que había visto mientras estuve en esa extraña trampa de melancolía y tiempos idos.
Unos días después, volví a buscar el libro. Se encontraba en la misma posición, en el mismo estante. Repetí la operación. Tomé el libro sin siquiera intentar abrirlo, lo abracé contra mi pecho con fuerza y el viaje comenzó otra vez. Es increíble la cantidad de buenos recuerdos que uno almacena casi sin saberlo. Esos recuerdos están allí, esperando que los desempolvemos, para ofrecernos todo su agradable repertorio de lugares ya visitados y entrañables.
Cuando los recuerdos cesaron y desperté, volví a desmayarme.
Este procedimiento lo repetí durante meses, cada vez con mayor frecuencia. Seguía sorprendiéndome la cantidad de momentos que no recordaba y se aparecían mágicamente cuando tenía el libro. Con el tiempo, además, descubrí que no volvían a aparecer esos momentos agradables. No se repetían los recuerdos. Eran siempre distintos. Pero también, eran cada vez más recientes. Los recuerdos de los primeros días se borraron de mi mente, como si una vez rescatados del olvido, se eliminaran para siempre de mí. A pesar de saber esto, no podía evitar seguir tomando el libro entre mis brazos. Así, todos mis recuerdos agradables desaparecieron. Me quedé sin momentos bellos para recordar.
Ahora, cada vez que tomo el libro, el único recuerdo agradable que vivencio es la vez anterior que tomé el libro.



7. EL BUEN PIE

Marcos siempre quiso integrar el equipo del barrio. Se esforzó de varias maneras, incluyendo las extrafutbolísticas. Lo logró por fin en el verano, aprovechando que algunos se iban de vacaciones. No era habilidoso, no tenía buena pegada, pero le sobraba motivación. Era un 3 aguerrido, morrudo, torpe, voluntarioso. Nunca dudaba. Si tenía que bajarte te bajaba. Si tenía que hacharte, te hachaba. Sus mejores anécdotas incluían patadas magistralmente aplicadas a rivales indómitos, que osaban intentar pasarlo. El lujo era un manjar que miraba de afuera. O en todo caso, que no permitía que le enrrostren. Entonces, te hacía pagar con tu propio dolor el intento de avergonzarlo.
Marito era un flacucho habilidoso que militaba en el equipo contrario. El clásico rival. Desconocía, como el resto, la mala fama de Marcos. No lo tenían visto. En su posición siempre jugaba Daniel, un 3 rápido, prepotente pero leal. Jamás tuvo una amarilla. Debe ser por eso que Marito se confió. En la primera que tuvo, le tiró un caño, lo hizo pasar de largo y el guadañazo le vino por sorpresa. No lo agarró, y la jugada terminó en gol. Marcos juntó sangre en el ojo. Ya no importaba la próxima jugada de Marito, simplemente, cuando lo tuviera a mano, lo iba a ajusticiar.
Lo siguió hasta el área contraria, a pesar de los reclamos de sus compañeros. Lo tomó en un córner a favor, saltó como para cabecear, con la firme intención de clavarle un codazo en el ojo, pero Marito no saltó y tomó la pelota. Marcos se abalanzó sobre él, que había punteado el balón para salir jugando, y le ganó la posición. Con el mismo impulso que llevaba, midió la distancia del fémur de Marito y le tiró un terrible patadón. Volvió a errarle a la humanidad de Marito, pero acertó a la pelota, clavándola en un ángulo. Gol. Golazo. El gol que le permitió al equipo ganar el cuadrangular de verano. El gol que le permitió a Marcos quedarse no sólo en el equipo, sino también en su historia.


8. EL BUEN GUSTO

Nunca lo entendí. Es un buen tipo y mejor amigo, pero a veces me pregunto si está bien que yo tenga amigos de esa calaña. Javier tiene por costumbre asesinar sin ton ni son. Él dice que la mejor coartada es no tener nada que ver con la víctima. En resumen: cuando le place, cómo le place, mata. No importa la situación. La única regla que sigue es no tener relación alguna con la víctima. La semana pasada, caminaba por Boedo, vió a un linyera durmiendo bajo la autopista y lo asfixió. Era de noche, estaba oscuro, el tipo era un vagabundo, ¿quién iba a averiguar demasiado al respecto? Rápidamente dieron por cerrado el caso. Yo siempre le digo que no está bien lo que hace, que un día lo van a agarrar, que la gente merece vivir. Él siempre responde que él también necesita descargar su furia contra…contra…nadie. O mejor dicho todos. Furia contra el universo.
Él tiene un buen empleo (es bancario, cobra bien, tiene posibilidades reales de ascenso), una familia constituída. Me dice que hay gente que gusta de la bebida, gente que gusta de las drogas, tipos que engañan a su mujer con cualquier mujer que se les cruza. Él tiene un gustito: sentirse todopoderoso, tener a su merced la vida humana. Dice que en ese instante supremo de placer y regocijo, se siente completamente libre: libre de su jefe, que le carcome el cerebro, lo explota y lo oprime. Libre de su mujer, que siempre le dice lo que tiene que hacer, cómo comportarse, cómo vestirse, cómo pensar, cómo sentir. Libre de sus padres, que se entrometen en su vida e intentan seguir demostrando cúan necesarios son y qué suerte tiene en tenerlos. Libre de sus hijos, que lo esclavizan, lo maltratan, le pulverizan el ego. Libre de la Iglesia, que lo aconseja, lo advierte, le predica y se cree saberlo todo. Él se siente libre de todo y libre de culpas. No cree que haya nada malo en pensar así. Para él las personas que mueren en sus brazos son sólo el instrumento que lo mantiene en salud, que le ahorra el psicoanálisis, la confesión, la infidelidad, el desasosiego. A aquéllas personas les tocó jugar ése papel: el de las víctimas sin victimarios.
Y Javier no lo dice para que yo lo entienda, ni para que lo aconseje, ni para convencerme de nada: él es quien está convencido. Está completamente convencido el hijo de mil puta.


9. EL BUEN DIENTE

Mariela lo intentó hace un mes y la golpeé. Me molestaba que intente esas cosas. Lo volvió a intentar hace tres semanas. Y volví a golpearla. Hace dos semanas, otra vez lo hizo. Calculo que estaba medio dormido, por eso esta vez no le hice nada. Y me dejé hacer. Ella mordió con fuerza, hasta hacerme sangrar. Supongo que esperaba mi golpe, por eso hizo una pausa. Mi relajación llegó a tal punto que no atiné más que a acomodarme mejor. Entonces Mariela continuó lo que había comenzado. Lentamente desgarró por completo el lóbulo que mi oreja. Me excitó profundamente verla con la sangre –mi sangre- chorreando por su cara y su cuerpo. Me miraba con una dulzura que jamás había tenido. Ahora que recuerdo que la oreja me ardía profundamente, pero no me importaba: estaba completamente sumergido en su clima. Una vez que hubo terminado de comerme, me pidió que yo le hiciera lo mismo. No sabía muy bien cómo hacerlo. Intenté con suavidad pero no funcionó. Entonces arremetí con dureza. Ella gemía de placer y eso me dio más valor. Hinqué el diente y sentí un borbotón de sangre. Su sabor era exquisito. Lo degusté con un raro placer. Continué masticando mientras ella se quejaba lentamente, como una gata en celo. A pesar de mi esfuerzo no lograba desprender el pedazo de carne de su cuerpo. Ella se incorporó y me pidió que tomara con firmeza su oreja. Hizo un brusco movimiento hacia atrás y finalmente lo logramos. No sabía si masticar o no el trozo que colgaba de mi boca, pero ella se abalanzó sobre mí mientras me besaba y me llevó poco a poco a comerlo. Me pidió por favor que la deje probar su propio sabor y se lo concedí. Entonces ella me dijo que iba a continuar por la otra oreja. Forcejeamos. Yo no quería más carnicería. Para mí ya estaba bien. Ella no se contentaba y luchó por conseguir su objetivo. En la pelea me mordió la nariz con una fuerza que no le creía posible y comencé a sangrar. Evidentemente eso la excitó más aún, porque volvío con más fuerza. Entonces, un poco para jugar, un poco para defenderme, yo también comencé a tirar mordiscones al aire. Hasta que acerté. En una vena. Ella comenzó a sangrar con una fuerza que la hacía temblar. Después fue todo confusión. Ella empezó con convulsiones y llegó a un clímax que yo ví a medias porque estaba intentando parar la hemorragia. Ella no lo notó o estaba en un trance tal que no pudo más que prolongar la agonía. Supongo que los estremecimientos de su cuerpo, poco antes de morir, estuvieron acompañados de múltiples orgasmos. Sé que murió feliz. Después de todo, la situación había sido provocada por ella. Y básicamente, eso fue todo lo que pasó. Después huí, como pude, de su casa. No era fácil porque estaba bañado en sangre. No estaba triste ni tenía miedo. Simplemente, sabía que no podía explicarle esto a nadie sin quedar comprometido.
-No me importa. No me importa si es verdad o es mentira. No me importa que la hayas matado a propósito o sin querer. Quiero intentarlo.
-Bueno, pero empiezo yo.
-Ok.


10. EL BUEN FINAL


A veces la vida deja pistas, pequeños indicios que lo llevan a uno a pensar que puede predecir el destino, que puede adivinar el camino.
Cuando conocí a Leonor fue uno de esos momentos. Me dije: Voy a acabar con vos. Sabía que tarde o temprano estaríamos juntos.
La relación prosperó hasta lo inimaginable. Surgida de una charla casual en un colectivo, un día que también por casualidad andaba sin auto, Leonor y yo nos fuimos conociendo, queriendo y amando. Nos fuimos entendiendo, comprendiendo y amoldando. Y nos casamos. Teníamos una química excelente. Nos divertíamos. Realmente disfrutábamos de la compañía del otro. Nuestras relaciones sexuales derivaban inefablemente en una frase que se instaló con fuerza: Voy a acabar con vos. La repetíamos una y otra vez. La sentíamos nuestra.
A veces la vida deja pistas, pequeños indicios que lo llevan a uno a pensar que puede predecir el destino, que puede adivinar el camino. Pero no siempre esas pistas son tan lineales, ni tan claras. La vida suele jugar con esos señuelos, permitiendo que uno los interprete -mal interprete- desastrozamente.
Leonor cambió como cambian las personas con los años, como cambié yo. Física, emotiva y psíquicamente, nadie puede ser (ni pretenderlo) el del comienzo. La relación tampoco. Se deterioró hasta la intolerancia, llevándonos sin retorno al terreno de la agresión, del resentimiento, del odio.
Decidido a matarla, la encaré luego de una discusión muy grande por una cosa muy chica con un simple cuchillo. "Voy a acabar con vos" le dije susurrándole al oído mientras clavaba el puñal en su carne. Ella me miró sin sorpresa, como si supiera o hubiera previsto esta escena, y me dijo: "Te equivocás. Soy yo la que va a acabar con vos.", y se desplomó.
Al verla en el piso, instantáneamente, la furia y el rencor desaparecieron. Sentí una inmensa soledad, el desasosiego de saber que ya no la vería nunca más, la eterna tristeza que la muerte instala como un mojón en tu vida. Y caí en una profunda depresión. Una depresión tortuosa que me llevó inexorablemente al suicidio. Me maté, y ni aún así pude dejar de escuchar sus últimas palabras. Ni aún así pude dejar de sentir que tuvo razón.






(*) Cuentos seleccionados en el libro
"Los Sueños y Los Ecos"
de Editorial Dunken.