jueves, 1 de febrero de 2007

Laura se hizo las gomas.

Laura es de esas mujeres que, si bien son atractivas, no descollan. Es decir, sabés que no hay nada allí, no hay mercadería que desvele a tus ratones, pero sin embargo, todos los días, girás la cabeza cuando ella va, y curioseás cuando se contornea en el escritorio de al lado. Unos segundos después, volvés a repetirte: “no, no hay nada”. Y volvés a tus asuntos. Además, mezcla su figura –siempre producida, bien emplichada- con esa risita medio idiota que a veces ofrecen las mujeres que están más o menos buenas, pero que te hacen pensar en el “después de”. El “después de” es un salto al vacío, es el precio que hay que pagar y conviene tenerlo suficientemente claro “antes de”, que es cuando uno está a tiempo. Esa risita suele estar acompañada con un ligero manoseo, un roce cuidado, que toca tus manos, tus piernas o te agarra del brazo, mostrando confianza, y que complementa con finas ironías de índole sexual explícito, que a uno lo hacen dudar: o me está tirando los galgos sin tapujos o todavía no perdió la inocencia.
Laura, como ya dijimos antes, no es una escultura, pero tiene lo suyo. La ley de las compensaciones hizo que tenga mejor ir que venir. Aunque esto a veces queda sujeto a la ropa que tenga puesta –yo agregaría que también influye muchísimo el estado de testosterona que uno lleve: hay días que los hombres vemos manantiales en las piedras, y otros en los que no encontramos un vino como lo gente en ninguna bodega mendocina- más allá de esto, digo, la ropa desconcierta. Lo que unos pantalones bien ceñidos parecen perpetrar una cola finalista de algún concurso de indumentaria para surfistas, una pollera mal habida pueden reflejar carnes que más que libertad declaran la anarquía de las formas. De todos modos, lo que sí queda claro es que sus formas curvilíneas en las remeras ajustadas son pura espuma. Goma espuma –nunca más acertada una definición.
Lo cierto es que Laura -¿quién si no?- lanzó a correr el rumor en la oficina: se iba a hacer las gomas. Algunos mal pensados sostienen que lo echó a rodar para conseguir un sponsor que financie la cirugía. Pero no. Lo hizo por orgullo nomás. El mismo orgullo que hace que cambie completamente su vestuario de la cintura para arriba: antes usaba ropa ajustada, sí, pero más bien cerrada al cuello. Ahora, nada detiene la exposición de sus nuevas protuberancias. Todas sus prendas lucen osados escotes, magníficas invitaciones a las miradas escudriñadoras de los hombres y criticonas de las mujeres. “Son mías, claro que son mías. Las pagué al contado.”, repite a quien quiera oírla, y lanza otra vez esa risita cuasi irritante. Se jacta de ellas, y, para qué negarlo, sus nuevas curvas han elevado su calificación unos cuántos puntos. Se sabe poderosa de frente –experiencia totalmente nueva para ella – y lo disfruta. Practica estudiadas inclinaciones descuidadas sobre algunos escritorios, mientras espera interceptar la mirada furtiva que se adentre entre sus ropas. Yo creo que interiormente se hace apuestas del tipo “voy a apoyarme en el escritorio de Raúl, y voy a lograr que me mire el escote en menos de 30 segundos”. Y siempre gana, por supuesto. Muchas veces usa la frase-latiguillo “¡Uy, se me ve todo!” o “¡Uy, se me vió hasta el alma!” al fingir darse cuenta de que estaba exponiendo sus atuendos. Sus corpiños –ya por todos conocidos- siempre se dejan adivinar a través de sus blusas traslúcidas, o directamente expuestos en las aperturas.
Todo comenzó como un chiste. Con ese particular humor que ejercen algunas personas sobre sus propios defectos, ella siempre decía “Yo me voy a hacer las gomas”, alguna persona, con más piedad que verdad le respondía “¿Para qué? Si así estás bárbara” y ella, con hidalguía sostenía “No, si soy una tabla”. Y otra vez esa risita, que la hacía sacudirse violentamente. Y cada tanto, la pequeña parodia se repetía. Hasta que comenzó a formalizarse. Comenzó a ponerle fecha a su deseo. “El verano que viene me hago las gomas” –aventuraba, y confesaba que estaba ahorrando para tal fin. El verano se aproximaba, y todos notábamos que, lejos de echarse atrás, avanzaba con su plan.
Yo nunca fui muy amigo o confidente de Laura, pero varias veces nos quedamos charlando de bueyes perdidos. Recuerdo que en uno de los brindis de fin de año, quizás un poco más suelta por el efecto del alcohol, me contó esas cosas que a veces uno le cuenta a alguien con la secreta esperanza de que no nos juzgue, con la ilusión de ser simplemente escuchado. Yo lamentaba no tener una historia semejante para contarle, porque eso significaría un voto de confianza hacia ella, pero sé que después de esa charla, nuestra relación, sin ser íntima, traspasó la frontera de la cordialidad de dos compañeros de trabajo, para ingresar en el terreno de los afines –para considerarse afecto, aún había camino que recorrer. Esa confianza, permitía deslizar esos chascarrillos que uno lanza medio en broma, medio en serio, como quien tira una línea para ver qué pasa. Si pica, pica y si no… Fue así que cuando ella me contó detalles más específicos de la operación, me mandé con un “Me imagino que después me vas a mostrar cómo te quedan, ¿no?”. Ella contestó que sí con un “obvio” entrecortado en su risita catatónica. Yo avancé un poco más, y le dije –siguiendo el tono risueño que llevaba la charla- que también me dejara tocar, excusándome en un simplón “nunca toqué unas así, no sé lo que se siente”. Ella proseguía con la risita, tomaba y soltaba mi brazo, se sacudía enérgicamente, y accedía: “Bueno, también te voy a dejar tocar”.
Las mujeres no saben –o lo saben perfectamente- cómo operan este tipo de frases en la cabeza de los hombres. Uno desmenuza cada oración, cada palabra, cada sílaba con su correspondiente entonación, para saber si hay plena conciencia de lo que se ha dicho, si puede esto ser utilizado en su contra, a su favor, o ambas. Uno pretende no dar pasos en falso, pensar y repensar cada movimiento, cada pequeño atisbo de entusiasmo, para manejar el mismo idioma, la misma idiosincracia. Pero señores: estamos hablando de un diálogo entre hombres y mujeres, la más despiadada, sorda, irónica y falsa manera de establecer una comunicación sobre la faz la Tierra. Lo que se dice de una manera, quiere decir todo lo contrario, siempre y cuando esto sea suficientemente confuso. Si no, significa otra cosa, que no es esto ni aquello, sino todo lo opuesto. Entonces, como no hay ninguna base sólida que sustente nuestro accionar, pues, simplemente, accionamos, basándonos, justamente, en eso. Y hacemos miles de conjeturas exitosas, y las confrontamos con el peor escenario posible. Y así y todo, siempre nos vemos superados por la realidad, “su” realidad. Que de tan irreal, nos hace parecer todo un mal sueño.
Como comprenderán, su ¿promesa? de permiso para tocar no me dejaba pensar con claridad. Incursioné en distintas disciplinas orientales de concentración y relajación, pero inexorablemente, cuando ella se acercaba a conversar –esto se acentuó en las vísperas de su operación-, yo me convertía en un felpudo seductor, adulón, grotescamente halagador de sus encantos y no tan encantos, como estirando aquélla conversación que derivó en la promesa, como queriendo congelar el momento exacto a punto caramelo, con la oculta intención de que no se retractara. Y más aún: que reconfirmara la especie. Busqué, utilicé, gasté, reciclé y volví a desempolvar todos los clichés, chistes con doble sentido, piropos que rozaban la guarangada, graffittis verbales y frases hechas que pasaban cerca mío para poder reconstruír el diálogo aquél, y recrear mi pedido desvergonzado (y su respuesta afirmativa). La idea era tener un documento más cercano en el tiempo que me otorgara las garantías del caso. No podía caerle con un “acordate que me prometiste un tanteo” o algo similar. Intentaba revivir el diálogo sin éxito y la fecha de quirófano se acercaba. Mis galgos comenzaban a sentir el desgaste. La rendición estaba cerca. Pero viste como son las mujeres, ¿no? El día anterior a la operación, en virtud de su licencia, me enfardó un par de tareas que tenía pendientes. No fue simplemente un “te paso algunas cositas mientras estoy de licencia”. No. Lo acompañó, lo adornó todo con un “ya que vas a ser el primer beta-téster de mi adquisición”. Juro que me esforcé por prestar atención a lo que me explicaba, pero sólo la veía mover la boca y agitar carpetas y papeles, pero no lograba oír lo que decía. Mi conciencia se había volado varios centenares de kilómetros. Entre otras cosas, estaba pensando cómo seguía esto. No puedo esperar a que vuelva de su licencia y decirle “tengo el número uno, ¿vamos?”. Evidentemente, hay que hacer un trabajo previo. ¿Le pido el teléfono? Nunca nos pasamos datos personales. ¿Y si se lo pido y la embarro a fondo?
Se lo pedí. Le dije que la quería llamar para saber cómo le iba en la operación. Me anotó el número de su celular en un post-it, me lo puso en la mano, me dijo al oído “no se lo pases a nadie”, y después, se despojó de este accionar sensual para volver a su risita ecléctica con un “llamame, pero mirá que hay que esperar un tiempito hasta que cicatrice bien”.
La operaban al otro día, a las nueve de la mañana. Calculé que dos horas era un tiempo prudencial para llamarla (en realidad fue todo lo que pude aguantar). Me atendió el contestador de su celular. No dejé mensaje. Esperé una media hora. Otra vez el contestador. Otra media hora, igual. Y empecé a elucubrar: ¿es normal que tarde tanto? Y sí, me dije, si la operan con anestesia total, hasta que se despierta, enciende el celular y está más o menos disponible, podrían pasar varias horas.
Tal vez está muy dolorida y prefiere no hablar con nadie. O tal vez está con gente, y ni se acordó de encender el celular. No sé cómo son estas operaciones, pero calculo que alguien te va a visitar. ¿Y si está con el novio? ¿Tiene novio? Poco a poco, la cobardía le fue ganando al entusiasmo. Al atardecer, estaba paralizado: No, no la voy a llamar. Y no hizo falta. Llamó ella. Me dijo que tenía en su celular un par de llamadas perdidas con este número –mi número, que yo nunca le dí- y que supuso que era yo. Otra vez me dejó sin habla. Me contó que estaba dolorida pero feliz, que aun estaba en el sanatorio y que estuvo pensando en mí. Que le parecía “re-dulce” que la haya llamado tan temprano y tantas veces –nunca había notado lo delatores que son los nuevos celulares- y acto seguido esbozó una risita entrecortada, supongo, por el dolor que le provocaban las heridas recientes. También fue al frente sin tapujos y me dijo que quería verme. Báh, me lo exigió. Me puso en una encrucijada para la que no estaba preparado –¿alguna vez lo estuve? ¿alguna vez lo estaré?-: si aun permanece toda vendada no podremos cumplir nuestro cometido, y, como trabajando no estamos, ¿para qué vamos a vernos? ¿Acaso es éste el comienzo de una relación extra-laboral? ¿Acaso esta relación se está extendiendo cual enredadera, avanzando por rincones que no estaban calculados? Por supuesto, yo no tenía el control, así que simplemente accedí. Me dijo que a la mañana siguiente le daban el alta, me dio su dirección y allí fui, sin chistar, sin plan, sin escapatoria, cumpliendo con el destino que alguien se encargó de escribir para mí. Por primera vez tenía una cita con una mujer con la certeza de que no tendríamos sexo, pero con la prometedora sensación de ir reconociendo el terreno.
Pensé en jugar fuerte de entrada. Ni bombones, ni flores: le compré un soutien grande. Mientras iba hacia allí, razoné que la nuestra era una relación nueva como sus pechos, y que eran ellos los que la sostenían. Me pareció un divertido corolario que justificaba simpáticamente el regalo. Repasé mentalmente dos o tres temas para iniciar una conversación en caso de necesitarlo. Tenía miedo de aburrirme, de aburrirla, de comprometerme inútilmente, y por último, de dilapidar lo construído hasta aquí.
Me recibió algo demacrada a pesar de la pintura, muy sonriente a pesar del cansancio, muy poco vestida a pesar de las vendas. Caminaba lento. Tenía un short muy pequeño, que estilizaba sus piernas y marcaba su figura. Una camisola transparente, cerrada con sólo un botón, dejaba ver las vendas. Se sentó en un sillón de dos cuerpos mullidos y con unos golpecitos me indicó que me sentara a su lado. Yo seguía parado con mi caja de regalo en la mano. Dudé, otra vez, sobre la naturaleza de mi obsequio. Hice un esfuerzo por recordar las frases que había ensayado para la ocasión, que me habían parecido brillantes, y noté que ahora me parecían opacas, vacías, torpes. De todos modos las dije, porque soy muy malo improvisando. Ella aceptó tanto el regalo como mis excusas, exagerando benévolamente la ocurrencia. Volvió a ofrecer su risita post-operatoria, es decir, entrecortada y dolorida. Le queda mejor así.
La charla se encaminó primero por lugares comunes, dobló hasta tocar a algunos compañeros de trabajo –lo que me permitió difundir y descubrir nuevos perfiles de ellos- y finalmente tomó la recta que tenía como meta un triángulo ineludible: ella, yo, nosotros.
Me sorprendí en más de una oportunidad intentando racionalizar una conversación que se había vuelto agradable y amena. Por momentos, pensaba que no debía disfrutar demasiado todo eso, porque la idea no era ni enamorarme ni acercarme siquiera sentimentalmente a ella. Pero las emociones a veces afloran a pesar de uno, las horas pasaban, y la sensación de bienestar mutua pronto me hicieron olvidar todo.
Comimos, vimos una película por cable –sólo recuerdo que era blanco y negro-, y seguimos conversando. Cerca de las seis de la mañana, me despedí –era la madrugada del lunes- para ir a mi casa a cambiarme para ir al trabajo. Me dio un beso húmedo, natural, muy dulce. Nada más que eso. Otra vez me quedé sin respuestas, por lo que simplemente me fui. “Llamame” alcanzó a decir antes de cerrar la puerta. El beso me duró todo el día. Sentía en el cuerpo esa melosa ensoñación que provoca la falta de descanso y el pensamiento constante en una mujer.
La llamé al llegar a casa. Me atendió con un tono de voz que denotaba confianza. Esa confianza que se tienen las personas que se conocen mucho, desde hace mucho tiempo. Si bien es cierto que hace mucho tiempo que nos conocemos –nos vemos todos los días desde hace 5 años-, no es menos cierto que conocerse es otra cosa.
Yo tenía miedo de romper el hechizo con un nuevo encuentro. Quería disfrutar aún el recuerdo de lo vivido la noche anterior. Ella no, así que nos vimos unas horas después. Yo seguía sin dormir, pero por sugerencia de ella, me llevé un bolsito con ropa para cambiarme. Me pareció buena la idea, pensando que tal vez podría descansar unas horas. No fue así, apenas si tuve tiempo de ducharme antes de salir hacia el trabajo. Otra vez nos pasamos la noche conversando. Otra vez no hubo más caricias que las verbales. Otra vez me despidió con un dulce beso en los labios. Y la nueva rutina se repitió durante una semana, durmiendo muy poco: charla profunda sin contacto físico.
Llegó el día en que le quitarían las vendas o los puntos, en fin: el día esperado. No quiso que la acompañe, así que la esperé en su casa. Preparé algo para comer, adorné torpemente la mesa, puse velas –cursi, sí, pero siempre efectivo-, busqué música, fabriqué el clima. El día había llegado y ya no quedaban dudas. No había incertidumbre, aunque sí emoción. Me parecía que ésta Laura, con la que compartí tantas horas en los últimos días, no se parecía en nada a la Laura que he visto de Lunes a Viernes durante 5 años. En realidad, sí se parecía en algo: ambas Lauras representaban la misma fantasía sexual.
Llegó visiblemente emocionada. Me abrazó fuerte. Me besó salvajemente. Sin dejarme reaccionar (y van…) sus movimientos me esclavizaron. Estaba absolutamente a su merced. No logró ver la mesa, ni reparar en la música. No pude preguntarle cómo le había ido. Me sacó la camisa. Me sentó de un empujón en el sillón. Se desabotonó lentamente la blusa y me mostró el soutien que le había regalado. Lo llenaba con elegancia y generosidad. Se sacó la blusa…
Nunca logré recuperarme de ese momento. Aun hoy, cuando lo rememoro, siento la misma repulsión. Es más fuerte que yo. No sé si le quedaron bien o mal. No sé que se siente al tocarlas. No llegué a verlas sin sujetador. Lo que sí pude ver fueron sus axilas. Sin depilar. Desde hace tiempo. Casi como una elección de vida, un “no me depilo más”. La imagen desmoronó meses de fantasías. Hizo trizas cualquier atisbo de excitación sexual. Redireccionó todo el torrente sanguíneo hacia el estómago, con fuertes náuseas. Intenté ser cortés. Intenté no pensar en ello en virtud de los buenos momento vividos. Intenté pensar en las europeas que no se depilan. Intenté dejarle la blusa puesta. Pero todo fue inútil. Mis retinas entregaban una y otra vez la imagen de sus axilas peludas cual flashbacks de película de terror. La desazón nos ganó a ambos. En nuestras miradas se podía adivinar el final irreversible. Nunca más volvimos a hablar fuera de la oficina. Sé que sigue usando el corpiño que le regalé. En la despedida, me miró con una mueca triste. No hubo lugar para su risita encantadora. Me despedí de ella dándole un beso en la frente.

27 de diciembre de 2004