lunes, 10 de diciembre de 2007


4. EL BUEN TIEMPO

Virginia y Alex siempre la pasan bien juntos. Hay algo mágico en sus encuentros. Ella siempre se lamenta de lo rápido que pasa el tiempo cuando está a su lado. Él siempre asiente y reafirma: el tiempo pasa inusualmente veloz.
Los encuentros fueron complicándose con el correr de los meses. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más rápido se aceleraban las horas. Lo curioso, además, es que sólo les pasaba a ellos dos. La gente vivía su tiempo con normalidad. Fue así que Alex comenzó a encontrarle canas a Virginia, al tiempo que a él mismo comenzaba a caérsele el pelo. Todo en una misma tarde. O aquél fin de semana que pasaron juntos en una playa de Costa del Este, en la que terminaron agotados no ya por la intensa actividad física, sino por los vaivenes de una salud que empezaba a resquebrajarse. Lucían y se sentían como septuagenarios. Virginia no lo soportó más y decidió terminar con la relación. No toleraba verse tan avejentada, sobre todo cuando salía con sus amigas, que aún conservaban la figura de los 20 años. Alex intentó persuadirla, pero la vejez prematura de Virginia no era negociable. Ella lo olvidó rápidamente, y tan rápido como se deshizo de él volvió a la lozanía de sus 23 años. Él nunca superó el abandono y se quedó reviviendo una y otra vez los dulces momentos compartidos con Virginia. Murió de viejo, a los 25 años, seis meses después de conocerla. Sin lamentarse ni arrepentirse de nada, su último pensamiento lo dedicó a su amada y a una reflexión que no escapa del lugar común: cuando uno disfruta a pleno, la vida pasa muy rápido.



6. EL BUEN LIBRO

Confieso que lo tomé de la biblioteca más por su tamaño que por su contenido. De hecho, seleccioné su forma y su color sin siquera intentar leerlo. Necesitaba algo, no sabía qué y agarré el libro de tapas duras en cuero, con letras doradas y un curioso dibujo fucsia y lila.
Lo apreté contra mi pecho, y lo mantuve así un rato largo. Me aferré a él. Mientras permanecía en esa posición, comencé a divagar. La somnolencia vencía a mi vigilia, endulzándola con imágenes de mi niñez. Imágenes que no recordaba.
Sin embargo, las reviví con una intensidad tan fuerte, que al despertar perdí el conocimiento.
Me costó recordar lo que había visto mientras estuve en esa extraña trampa de melancolía y tiempos idos.
Unos días después, volví a buscar el libro. Se encontraba en la misma posición, en el mismo estante. Repetí la operación. Tomé el libro sin siquiera intentar abrirlo, lo abracé contra mi pecho con fuerza y el viaje comenzó otra vez. Es increíble la cantidad de buenos recuerdos que uno almacena casi sin saberlo. Esos recuerdos están allí, esperando que los desempolvemos, para ofrecernos todo su agradable repertorio de lugares ya visitados y entrañables.
Cuando los recuerdos cesaron y desperté, volví a desmayarme.
Este procedimiento lo repetí durante meses, cada vez con mayor frecuencia. Seguía sorprendiéndome la cantidad de momentos que no recordaba y se aparecían mágicamente cuando tenía el libro. Con el tiempo, además, descubrí que no volvían a aparecer esos momentos agradables. No se repetían los recuerdos. Eran siempre distintos. Pero también, eran cada vez más recientes. Los recuerdos de los primeros días se borraron de mi mente, como si una vez rescatados del olvido, se eliminaran para siempre de mí. A pesar de saber esto, no podía evitar seguir tomando el libro entre mis brazos. Así, todos mis recuerdos agradables desaparecieron. Me quedé sin momentos bellos para recordar.
Ahora, cada vez que tomo el libro, el único recuerdo agradable que vivencio es la vez anterior que tomé el libro.