martes, 8 de enero de 2008

Memoriales.

Cuando la perdí, creí que ya no podría seguir viviendo. El dolor era como una piel venenosa que se apoderaba de todo mi cuerpo. Me costaba respirar entre sollozo y sollozo, y se me hacía realmente dificultoso ocupar mis pensamientos en otra cosa que no fuera su adiós.

Enfermé gravemente y estuve al borde del desquicio. Entonces, no temía enloquecer sino seguir viviendo con este recuerdo imperturbable a cuestas.

En el momento más álgido de mi delirio tuve una aparición. Era una mujer de contornos difusos que parecía iluminada desde atrás por un potente reflector. Me ofreció el olvido: el olvido como remedio a todos mis males. La escuché y creí que finalmente había enloquecido, pero acepté la dádiva para terminar con el martirio que me aquejaba. Me advirtió alguna contraindicación pero le supliqué que lo hiciera, que nada podría ser peor que lo que sentía en ese momento.

La mujer se acercó suavemente y me susurró algo al oído, como una especie de rezo u oración ininteligible. Sentí un profundo vahído y me desplomé.

En esa posición desperté un tiempo después, con la extraña sensación de haber renacido, como si me hubiera salvado de un accidente fatal. Me sentía límpido y venturoso.

Hoy, mientras regreso a casa con mi familia en el auto, mientras mis hijos cantan canciones desde el asiento trasero y mi mujer me toma la mano mientras conduzco, ahora mismo –y podría jurarlo-, intento averiguar si soy feliz, pero no lo sé. No puedo recordarlo.