jueves, 31 de mayo de 2007

Nizche (la vuelta al perro).

A regañadientes, le puse la correa a Nizche -nuestro perrito-, me puse mi abrigo y enfilé hacia la calle. Otra vez perdí y me toca pasearlo. Mi familia y yo, cada noche, libramos al azar la tediosa tarea de sacar a Nizche. Yo nunca voté por tener un perro (ni ningún otro tipo de mascota), pero en una negociación familiar he cedido a la adopción del pichicho, ya que eso me permitía adquirir una computadora.

De más está decir que no fue negocio: la computadora ya no sirve, y el muy sinvergüenza del can sigue vivito y coleando, grandote, insufrible. Ahora que tengo que cambiar la compu, se viene otra negociación en ciernes, que puede traer graves perjuicios al ecosistema de nuestro hogar: nuestra pequeña hija insiste en la adquisición de una parejita de conejos que el veterinario del barrio puso en oferta. ¡Conejos! ¡En pareja! ¡Ni enviando las crías adjuntas en un spam a todos mis contactos del Outlook voy a poder deshacerme de ellas! No es una negociación justa: comprar un arsenal de computadoras como para poner un ciber-café ni siquiera le empata al hecho de tener conejos, en pareja, en mi casa. No, no, no. Tendré que sacar conejos yo de la galera, si me permiten la alegoría, para poder comprarme la compu sin ceder.
La cuestión es que salí con un frío aterrador y una garúa pertinaz, deseando que Nizche consiga rápidamente descargar sus esfínteres así podía volver a casa. Sufro mucho el frío, odio la llovizna y hoy daban una de Luis Sandrini por Volver que no me quería perder. El circuito del paseo es siempre el mismo, puesto que no lo inventé yo sino el animal. Hacemos dos cuadras derecho por Luis María Drago, bordeamos el Parque Centenario y volvemos. No acostumbro a llevar paraguas para estas ocasiones, porque entre el viento que lo embolsa y lo da vuelta, y el perro que me tironea hacia adelante, me la paso haciendo equilibrio en una lucha desigual entre fuerzas de la naturaleza de distinta índole.
Hicimos las dos cuadras de rigor y llegamos al parque. En ese momento, un rayo iluminó el cielo durante algunos segundos y acto seguido descargó un estremecedor trueno, acompañado de un inoportuno corte de luz, una brusca caída de la temperatura y una lluvia colosal. Me empapé, parado en una esquina del parque, a varios metros de distancia de algún tipo de protección. Nizche, cagón como todos los perros, insistía en salir corriendo hacia vaya a saber dónde, espantado por los rayos, los truenos y el corte de luz. Aunque en su defensa podría decir que es cierto que el parque, en penumbras, da miedo.
El cielo tenía esa claridad rosada que dan las tormentas por las noches, que transforman en figuras tenebrosas a cualquier objeto. Los rayos develaban que esos monstruos fastuosos no eran más que árboles, bancos de plaza o letreros, pero los truenos posteriores producían escalofríos y unas ganas terribles de llegar a casa.
Justo antes de comenzar a correr, un paraguas me cubrió la cabeza. Atiné a darme vuelta antes de que su perfume me diera de lleno. Y no lo podía creer. Virginia, una vecina del edificio, compartía su paraguas y nuestra desdicha de paseadores de perros. Ella tenía una perrita, también asustada por el escenario, que curiosamente se llamaba MADBYDM. "¿Es un nombre?", le pregunté. "Más bien es una sigla", aclaró didáctica. "Significa 'Más allá del bien y del mal'". Le puso ese nombre porque estaba leyendo ese libro de Nietzsche. ¡Caramba! Parece que tendremos tema de conversación.
Virginia vivía en el segundo piso del mismo edificio que yo. Pocos datos tenía de ella hasta ese momento: sabía que vivía sola (aunque a veces la veía acompañada), que era abogada y que hace dos años se había atrasado considerablemente en el pago de las expensas, pero ya se había puesto al día.
Ahora que la veía y la olía con total cercanía por primera vez, me daba cuenta de que era realmente hermosa. Sus ojos verde esmeralda, su pelo cobrizo, sus labios gruesos, su suave decir, lograron inquietarme. Tenía una expresión desprejuiciada, que me hizo sentir un viejo aunque le lleve poco menos de diez años. Mi perro y su perra se entretuvieron tanto como nosotros, y esa noche el paseo duró más de lo habitual.
A la noche siguiente hice todo lo que pude para volver a perder la compulsa familiar y sacar a Nizche. Salí ansioso, con un cosquilleo en el estómago que no sentía desde hace muchos años.
Pegué más de tres vueltas al parque, forzando a Nizche a un desgaste al que no estaba acostumbrado. Cuando retomé por Drago con un dejo de tristeza por no haberla encontrado, la ví aproximarse a la rastra de su perrita. Me saludó con un beso en la mejilla por primera vez, con esa naturalidad con la que le salen todas las cosas, y me pidió algo así como disculpas por el horario, como si hubiéramos quedado en volver a vernos la noche anterior. Conversamos de cuestiones superfluas (en realidad yo tiraba temas absolutamente intrascendentes) hasta que se adentró en la intimidad con la desfachatez que tiene la gente joven. Me comentó que un tipo al que definió como retrógrado le hizo no sé qué historia porque ella no se sentía su pareja aunque se hayan acostado unas cuantas veces. Me pidió opinión y rápidamente cambió de tema. Supongo que mi torpe balbuceo iba acompañado de un calor que enrrojecía mi rostro indisimulablemente. En ese momento, me dijo que iba a ser más explícita. Un suave escalofrío subió hasta convertirse en convulsiones. La palabra "explícita", tal como la pronunció, me había abierto varios cerrojos que tenía clausurados. Supongo que influye el hecho de que asocio esa palabra con las películas pornográficas. Y fue explícita nomás. Me dijo que cuando alguien le gusta, "no la caretea". Si le da, le da, valga la redundancia. Se acercó a mí y me dijo sin rodeos que le encantaría tener una aventura con un tipo como yo.
Intenté explicarle mi situación: mi mujer, mis hijos, Nizche (no sé por qué tenía la sensación que el perro se daba cuenta de todo y lo iba a buchonear), y yo mismo, que me avergonzaba a cada paso. Me preguntó si era culpa lo que sentía. Le dije que algo así. Que seguramente el remordimiento no me iba a dejar dormir. Se acercó demasiado a mi rostro, me miró muy suavemente y me dijo una frase de Nietzsche (el filósofo, no mi perro): "El remordimiento es como la mordedura de un perro en una piedra: una tontería."
Acto seguido me besó en la boca. En los dientes. En la lengua. Y me dejó sin palabras, temblando.
No recuerdo cómo, pero llegué a casa con una sensación nueva. Tenía un poco de vergüenza, algo de remordimiento y mucho de adrenalina. Lo miré a Nizche para pedirle que por favor no diga nada -sí, ya sé: le pedí a un perro que no hablara, ¿y qué? ¿nunca se sintieron confundidos?-, para que me diera tiempo para pensar.
Cuando llegó la siguiente noche, el típico jueguito que implementamos para ver quién pasea al perro me tomó con un nerviosismo inusual. Por un lado, quería evitar el paseo, temeroso como estaba de otro encuentro con la perra... Con mi vecina y su perra quise decir. Pero por otro lado, estaba deseando que me tocara a mí y encontrarme con ella aunque sea un gran disparate. El azar dictó su sentencia y yo acaté: me tocó pasear a Nizche.
Cuando le comenté a Virginia esta sensación de que todo era una locura, volvió a responderme con una frase de Nietzsche: "Hay siempre algo de locura en el amor; pero siempre hay algo de razón en la locura."
"Está loca" pensé. Y acto seguido, continué con un "pero tiene razón". La fantasía es tan humana como la culpa, y ni la una ni la otra se pueden detener. Casi sin querer comenzamos una relación informal, con nuestras mascotas como excusa y nuestros cosquilleos como alimento.
Pasaron seis meses así. Nunca nos vimos en otro horario u otro sitio u otra situación que no sea la inicial: paseando perros. Y el parque Centenario fue testigo mudo de horas de conversación animada, de abrazos iluminados por la luna, de besos adolescentes, de sexo no genital. Yo no podía ni pensar en otra forma de amarla. Hasta que ella me lo propuso. Su desparpajo inicial fue tornándose en mesura a medida que abríamos nuestros corazones. Pero se animó y me invitó a su casa. Le dije que no. No porque no lo deseaba. Más bien, todo lo contrario. Lo deseaba tanto, que temía cometer una torpeza. Ella me dijo que lo entendía. Pero volvió a insistir unos días más tarde, y otra vez a la semana, y luego ya no recuerdo cómo ni cuándo, pero ella me estaba desvistiendo con ternura y yo estaba paralizado y sólo atinaba a temblar. Me hizo el amor con suavidad, armonía y lentitud. Me llenó de sensaciones que no conocía o había olvidado. Me cuidó como si fuera ella la persona mayor y yo el adolescente inexperto: aunque en realidad, en este tipo de situaciones sí carecía de experiencia. Me despidió con un mucho calor, apoyando sus labios tibios sobre los míos. En el palier, Nizche me observaba con una mirada que interpreté como ternura. Llegué a casa, me acosté, y no pude dormir. Aunque no dejé de soñar en toda la noche.
La situación se repetía varias veces a la semana, posterior al paseo perruno. El regocijo, la sensación errática de bienestar, culpa, libertad y remordimiento, condimentaba cada minuto junto a Virginia. Ella seguía fresca y decidida y durante el tiempo que duró nuestra relación no hubo objeciones ni reclamos ni reproches. Simplemente, disfrutábamos la compañía que nos propiciábamos.
Al cabo de dos años de encuentros furtivos, Virginia dejó de ir al parque a llevar a su perra. Nunca me animé a tocarle el timbre ni a forzar un encuentro dentro del edificio. Nunca la volví a ver con su perrita. Sí recuerdo haberla visto en el subte, una mañana, charlando animadamente con un muchacho de pelo ensortijado. Me miró de reojo y aguardé un gesto, por más mínimo que sea, para acercarme a ella y saludarla. Ese gesto nunca llegó y me quedé en mi lugar. Llevaba en sus faldas un libro de Sartre.



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